Maratón de Curitiba - 19-11-2000

Llegamos a Curitiba, capital del estado de Paraná, en el sur de Brasil, el sábado 18 de noviembre de 2000 a primera hora de la tarde. Llovía y había habido un gran temporal la noche anterior. El pronóstico para el domingo era nublado con chaparrones aislados, lo que no es el mejor de los mundos para correr una maratón, que era -es bueno decirlo ya- el propósito de mi viaje a Curitiba.
Felizmente, cosa de magia, el día amaneció limpio de toda nube y así se mantuvo. Claro que esto presagiaba temperaturas altas -llegó a 27 grados centígrados-, pero todo no se puede pedir. Y de los dos males, calor o lluvia, prefiero el primero, y si alguno discrepa que me venga a contar como hace para aguantar cuatro horitas de lluvia que hace parecer que los tenis fueran de plomo.
Marcos, un atleta amigo mío con el que iba a encontrarme en el hotel, no apareció. Lugo me contó que tuvo problemas de trabajo que lo retuvieron hasta las diez de la noche en San Pablo, lo que obviamente ya no dejaba tiempo para ir a Curitiba y correr a las ocho de la mañana del día siguiente.
A esa hora, pues, yo estaba solito pero bien montado, como dice el dicho, en la línea de largada. Éramos apenas 1121 corredores y yo tenía el número 54. Un número tan bajo de participantes es muy bueno porque permite salir corriendo desde el primer metro.
En el momento previo a la largada, encontré al lado mío una americana que entrena también a mi lado en el gimnasio de San Pablo. Considerando que su velocidad en los entrenamientos es un 20% superior a la mía, pensé para mis adentros que ella haría unos 3:45. Cual no sería mi sorpresa cuando la pasé en el kilómetro 36 (y no volvió a pasarme). Pero no te adelantes, Berni, que si no el relato pierde emoción. Vamos kilómetro por kilómetro. O mejor aún, metro por metro.
Faltaban instantes para el disparo de largada cuando cumplí con la única de mis cábalas, que es mi persignación a la agnóstica. Esto es, llevo los tres dedos centrales de una mano al piso y luego a los labios. Por las dudas, también me persigné en la forma tradicional. Uno no sabe nunca si Él no andará por ahí y si uno no requerirá de su ayuda. No hay porqué irritarlo. En las carreras donde hay muchos participantes – no era el caso- es difícil ir al baño en los instantes previos a la largada, por lo que los hombres con la vejiga llena se agachan y descargan ahí mismo. Hay sólo dos condiciones no escritas, la primera es no salpicar las zapatillas del corredor que uno tiene cerca y la segunda es buscar un lugar sin mujeres en el entorno inmediato, porque lo atleta no quita lo cortés. No sé como resuelven el problema las damas, francamente. Sabiendo esto, notarán que mi costumbre de pasar los dedos por el piso y luego por los labios es un poco antihigiénica, pero tomar mate también lo es, y no por eso los rioplatenses de nosotros dejamos de hacerlo.
De los primeros kilómetros hay poco que decir, sobre todo, poco que yo no les haya ya contado a ustedes de maratones y carreras anteriores. Gente que lo alienta a uno de mil maneras distintas, personas que salen con una manguera puesta en modo ducha para que el corredor que lo desee se refresque debajo de ella –lo que yo hice en todas las oportunidades que pude, pues mantener el cuerpo frío es esencial, niños que extienden sus manitas para que los corredores se las “golpeemos”, correctísima organización con médicos, baños, agua, isotónico y fruta disponibles durante el recorrido.
Yo estaba en excelente estado físico, y era consciente de eso. Me sentía impecable y corrí el tiempo todo con una sonrisa de oreja a oreja que no tenía que forzar en lo más mínimo. Era una gran fiesta y yo la estaba disfrutando en forma.
Los primeros kilómetros me pasaron decenas de atletas. No te preocupes Berni, esto nos ocurre siempre. Ahh, quien les habla en itálica es un gran amigo mío, mi entrenador, contador de gastos, asesor y hasta consejero psicológico. Yo no podría correr ni un metro sin él. Se llama Mi Otro Yo, de aquí en adelante MOY para abreviar.
En el kilómetro 13 me junté con unos flacos que corrían a mi ritmo, los perdí en el 15 porque salí a orinar. Me sacaron apenas 130 metros pero me tomó seis kilómetros alcanzarlos. Luego salieron ellos a hacer su correspondiente parada en boxes y los pasé para ya no reencontrarlos más.
No hay otra manera de correr una maratón que seguir una vieja y sabia técnica: estar siempre dispuesto a poner un pie al frente del otro, así que hice exactamente eso unos cuantos miles de veces más al kilómetro 33 que merece destaque especial. No sólo porque implica haber corrido más de las tres cuartas partes sino por algo más importante. En la maratón de San Pablo yo tuve que empezar a alternar caminar y correr en el kilómetro 30, o sea, no corrí con continuidad más de 30 kilómetros. En los entrenamientos para esta maratón corrí cuatro veces 20 millas – 32.4 kilómetros-. Por tanto, al haber pasado el kilómetro 33, entraba en zona roja, terreno desconocido donde no sabía como iba a reaccionar el cuerpo. Seguimos sin parar, sin caminar, sin casi bajar el ritmo.
Las endorfinas –droga similar a la morfina que el cuerpo genera cuando se corre- me tenían muy dopado, evidentemente. Mis diálogos con MOY comienzan a transcurrir en voz alta lo que causa la gracia y la mirada comprensiva de los organizadores que flanquean el circuito en todo momento. Atravieso los puestos de agua cantando en voz alta épicas piezas como el Himno a Peñarol, Uruguayos Campeones o el Tiranos temblad del Himno Nacional Uruguayo. Los organizadores nada entienden, claro, pero sonríen: Nadie que pasa cantando va requerir ambulancia, y eso es una buena noticia para ellos.
A esta altura los caminantes son mucho más numerosos que los que aún corremos y comienzo a pasar decenas de corredores por kilómetro. Abundan los contusos, acalambrados, personas cuyo lenguaje corporal denota que pasaron el límite. Sólo dos atletas me pasaron entre el 29 y el final y cuando iba a sacar la espada para hacerles pagar cara tal afrenta, debí envainarla enseguida porque se pincharon 50 metros adelante y comenzaron a caminar. Los volví a pasar sin tener que acelerar. Soy –o al menos me estoy sintiendo en ese momento-, hijo del viento.
No hay duda que estaba con el motor turbinado, la estrategia de hidratación –bebí aproximadamente 6,5 litros durante la carrera, lo que me hizo parar tres veces a orinar perdiendo apenas 18 segundos cada vez- y el entrenamiento muy superior al que hice para San Pablo, estaban dando resultado. Piensen que sólo para esta carrera y sin contar el entrenamiento anterior, el que proveyó el condicionamiento base sobre el que se construye luego una maratón, sólo para esta carrera, decía, entrené 18 semanas, comí unos 60 kilos de pasta, bebí durante los entrenamientos unos 50 litros de Gatorade y corrí exactamente 950 kilómetros. Casi la distancia que hay de Buenos Aires a Mendoza, o de Santiago a Puerto Montt, de San Pablo a Brasilia. No hay en Uruguay dos ciudades separadas por tal distancia. Además, leí dos veces el libro Marathon – The Ultimate Training Guide de Hal Higdon, que aquí declaro formalmente Biblia de lectura obligatoria para todo el que quiera dedicarse al asunto.
Kilómetro 42,195: The End. Cuatro horas, catorce minutos (4:14:00, posición 652 de 907 que completaron entre los hombres sin discriminar edad –72 percentil- y 108 de 148 entre los hombres de 40 a 44 años de edad, 73 percentil). Sin calambre, sin puntadas musculares, sin nada más que cansancio, sin tener que caminar ni siquiera un metro. Veinticuatro minutos menos que lo que demoré en completar la maratón de San Pablo. Me abrazo con MOY. Hasta casi siento ganas de darle un beso. Me tomó veinte meses, pero aprendí a correr.