
Y se fue otra edición del Columbia Cruce de los Andes, la octava en general y la quinta para mí. El desafío que se me presentaba entonces, al sentarme frente al teclado a garabatear estas líneas era, es: ¿Cómo contarlo sin repetir los recursos literarios o estilísticos usados en las cuatro narraciones anteriores? ¿Habría algo nuevo, algo que ya no hubiera narrado a mis lectores en algunos de los cuatro Cruces previos? Pues sí. El Columbia Cruce de los Andes siempre es distinto, como lo son los días aunque todos ellos empiecen con un amanecer y terminen con un ocaso.
Se anunciaba como el más difícil y más duro de los ocho Cruces y lo fue, aunque no por tanto. Fue sin duda, eso sí, el más multitudinario. De 80 corredores que dicen había en la largada de la primera edición allá en el lejano 2001, hemos pasado a más de mil -1006, para ser exactos-. Muchas cosas son comunes a todos, empezando por el formato de la competencia que es el siguiente: se corre en tres días, de viernes a domingo. Comienza siempre en las proximidades de algún pueblo patagónico de la Argentina para terminar unos pocos kilómetros dentro de territorio chileno. Se corre por la mañana y por la tarde se acampa en las orillas de un lago paradisíaco, como suelen ser casi todos los lagos patagónicos tanto chilenos como argentinos, a donde la organización traslada todos los elementos de campamento para todos los equipos, además de baños, agua, comida, etc. Al día siguiente, todo se repite.
Los campamentos, aún más que las bellezas de la última tierra prístina del planeta, como muchos llaman a la Patagonia, son el mayor atractivo de esta competencia y lo que la ha llevado a ser la más convocante en todo el continente americano. En ellos reina y campea un clima único, indescriptible, de camaradería infinita inhallable en cualquier otro lugar del orbe. Esos campamentos son el mundo como debería ser el mundo real. Donde la gente encuentra cámaras de fotos y las devuelve para que sean entregadas a sus dueños. Donde todos dejan sus enseres para irse a bañar al lago y jamás encuentra nada faltante. Donde se comparte yerba y pastas y olla y protector solar y, si se tiene suerte, masajes con la vecina de carpa. Donde a uno no lo miran como un loco por entrenar como un demente todos los días como nos sucede a todos todo el resto del año. En esos campamentos estamos rodeados de iguales, somos todos colegas.
La primera jornada fue dura, aunque no mortal. Arrancó en el lago Lolog para terminar en la laguna Verde luego de unos 38 kilómetros y 500 metros de desnivel vertical. En el campamento de esa jornada, la casualidad nos llevó a acampar al lado que quien también nos había llevado a acampar el año pasado: Aurelio Antonio, alguien tan buen corredor como ser humano a quien como digo ya conocíamos Rubén y yo desde el año pasado. Aurelio pertenece a esa subraza de corredores que también integra Alex Krautner: corredores de elite, tipos a los que todos envidiamos y miramos con nada oculta admiración, pero que jamás se la han creído, a los que nunca se les subirán los humos. Alex –eterno campeón del circuito YPF- es capaz de juntarse un sábado con los amigos míos a correr un fondito, Aurelio de platicar o intercambiar mails con absolutamente cualquiera que se le acerque, fuere quien fuere.
Muchos de los viejos conocidos del Cruce no dieron el presente este año, tal vez cansados de repetirlo, tal vez con otros objetivos deportivos este año. Pero algunos son infaltables, adictos como yo a este maravillosa carrera. Allí estaba Adrián Rodriguez y también Daniel Rearte, cuyo currículum sé que no viene a cuento pero igual voy a contar al menos sucintamente para todos: Daniel es uno de los siete argentinos en haber sobrevivido la Maratón de Sables y de lejos el mayor de todos (la corrió a los 57). Así que ya ven la clase de amigos que uno puede hacerse en estos campamentos.
En el campamento del primer día Rubén y yo vimos que teníamos un problema serio. Rubén había olvidado su Documento de Identidad en San Martín de los Andes y sin él no es posible entrar a Chile y por tanto, terminar la competencia. Todas nuestras expectativas de disfrutar de una maravillosa prueba física estuvieron por estallar en pedazos. Nos salvó Silvina Gómez, la encargada de prensa del Club de Corredores, que además de poseer los encantos que son evidentes con solo mirarla, posee además un enorme deseo de ayudar. Lo llevó a Rubén a San Martín y lo trajo de vuelta al día siguiente, bien temprano, justo a tiempo para la largada del segundo día
Oxy, la empresa para la que trabajo, estaba muy bien representada. No me refiero a mí, claro, Ud. me conoce y sabe que nunca hablaría de mí en estos términos. Lo estaba por una equipo femenino integrado por Dolores Arguelles y Florencia Rubio quienes pese a estrenarse en el Cruce en esta edición, tuvieron un desempeño muy notable para empezar completándolo, lo que no es poco si se considera que fue el más difícil y que todas las noches, salía del campamento un ómnibus con los corredores que habían decidido abandonar. Pero hicieron mucho más que completarlo: salieron 29 de 70 en su categoría, o sea, en la primera mitad.
La segunda jornada fue de uso 26 kilómetros con muy poco desnivel vertical, unos cien metros. El día “light”, digamos. Una segunda noche de campamento esta vez a orillas del lago Huechulaufken nos puso en la alborada del tercer y último día de carrera. Cuando me levanté, me dolían tanto los cuádriceps que pensé que no solo no podría correr los 36 kilómetros que nos separaban de la línea de llegada en Chile, sino que ni siquiera podría llegar al baño. Pero el cuerpo entrenado todo lo resiste, y bastaron un par de kilómetros de calentamiento, para que uno estuviera otra vez corriendo y disfrutando como el primer día. Esta jornada tenía un importantísimo desnivel vertical, unos 1200 metros que llevaban hasta la mitad aproximadamente, de la altura del Lanín, que es probablemente la más bella montaña de la Argentina y en cuya cumbre también he puesto mis pies alguna vez. La vista que teníamos de la que por su forma cónica es llamado a veces el Monte Fiji argentino era inenarrable de tan hermosa. Y una vez llegados a la cumbre, oh bendición del Señor, venía una extensísima bajada hasta un camino o sendero de autos, por el cual se correrían unos ocho kilómetros hasta la llegada. En el medio de esa bajada me pasa como alambre caído Carlos Etcheverry y su compañero. Carlos es un compañero o colega de trabajo, de otra empresa del rubro oro negro. Yo no estaba dispuesto a permitir que un conocido me ganara así que recurrí a mi arma secreta, mi último recurso: el “zapatillazo germano”. Así llamo yo a la forma de bajar a mil kilómetros por hora que aprendí de Alex Krautner, mi compañero del primer Cruce de los Andes. Antes de conocerlo a Alex, yo bajaba laderas tan rápido como una octogenaria artrósica de 120 kilos, él me enseñó a posicionar las rodillas a la altura adecuada, a establecer un ángulo correcto entre el eje del cuerpo y el piso y sobre todo, a perder el miedo a romperse la crisma, a confiar en lo que uno posee: el instinto de corredor. Así que pues, yo tenía ventaja pues haber aprendido con Alex es como entrar a una facultad de Física luego de haber tomado clases particulares con Albert Einstein. Salí disparado y fue este uno de los pocos tramos en que tomé la punta del cuarteto que formábamos con Paulo, Rubén y Pepe, que me preguntaban ¿qué pasa Berni? “Ya les contaré, ahora métanle” les decía yo. Yo puedo tolerar, porque no puedo evitarlo, que me pasen decenas de desconocidos. Pero cuando me pasa un amigo o conocido, es como que me nace el indio de adentro, el buen salvaje que llevo en las entrañas sale disparado como una flecha empujada por el Pampero. Terminamos alcanzando y pasando a Carlos que mostró todo su profesionalismo cuando me dijo en el aeropuerto al retornar: “Una parte del gran tiempo que hicieron nos lo deben a nosotros que los motivamos”. Tiene razón y se dio cuenta de cómo pasó todo.
Esta tercera y última jornada que aquí estoy torpemente intentando describir para Ud., mi querido y fiel lector, fue una de las experiencias deportivas más impactantes de mi vida. Desde el arranque, Rubén y yo corrimos junto a otro equipo formado por mi gran amigo José “Pepe” Mostaza –que ya tiene cuatro Cruces en sus espaldas- y su compañero, Paulo Belluschi. No nos habríamos de separar ni un metro, ni un segundo en toda la etapa. Ninguno se los cuatro se quebró nunca, ninguno se cayó, ninguno se quedó atrás, ninguno arrugó, ninguno tiró la toalla. Pero esto no sale solo en un grupo. Todo equipo tiene un líder, que puede ser natural o impuesto, como saben los que de teoría de grupos y liderazgo han estudiado. El nuestro surgió solo, que es como nacen los grandes líderes y fue claramente Pepe que llevó casi todo el tiempo la punta del grupo. Él decía cuando se caminaba –cuestas bravas de mucha pendiente- y cuando se volvía a trotar, decisiones claro que el grupo no osaba cuestionar, como corresponde. Él motivaba cuando, ya cercanos a la llegada, apuraba para mirar si se veía el arco de llegada y hacernos señas para darnos fuerzas. Él preguntaba para atrás donde estaba tal o cual, si fulano o mengano venían bien. Supo sacar el máximo de todos nosotros, hacernos entregarlo todo pero sin llegar al colapso. Rubén y yo no tenemos ninguna duda que nunca habríamos hecho el tiempo que hicimos en esa jornada sin Paulo y en particular, sin el liderazgo de Pepe. Juntos atravesamos la línea de llegada, las manos juntas y en alto, en una foto que entrará en la Historia Grande del deporte.
En determinado momento, ya sobre el camino de autos en el que concluye la carrera, le dije a todos que nos pusiéramos “los cuatro en línea, como los cilindros de un auto”. Y así hicimos. Yo me imagino la imagen que podría ver quien nos mirara de frente: cuatro hombres invencibles, orgullosos de su logro, arrolladores, destruidos pero impetuosos, corriendo hacia la gloria. Y ahí el título que decidí darle a estas líneas surgió solo: Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis vinieron a mi cabeza en el grabado de Durero que reproduzco al comienzo de este texto.
Fue el más internacional de todos los Cruces, pues había participantes de 15 países, y muchos de los extranjeros que nos visitaron hicieron podio. Ganaron en la general Aurelio y Salvador –españoles como ya dije- con asustadores 9.39. –o sea, nueve horas y media- Para que se haga una idea de lo que este tiempo significa, de cuan notable es, sepa que nosotros hicimos 15.00 y el último puso 30.47. En otras palabras, hubo casi un día completo de diferencia entre Aurelio y Salvador y el equipo que terminó en la punta opuesta.
Dos norteamericanos fueron los primeros en la categoría 80+ (o sea, parejas cuyas edades sumadas igualan o superan los 80 años). Españoles también fueron los ganadores de la categoría mixta, y brasileños los segundos. La categoría en la que corríamos Rubén y yo, 100+, que yo llamo “geriátrico”, fue al igual que el año pasado copada por los marplatenses que metieron los tres primeros puestos. Así que ya sabe, si quiere envejecer en plenitud, múdese a Marpla, que allí el agua y el aire tiene propiedades mágicas. En realidad, Ud. y yo sabemos que esto no es cierto, que no es la magia sino el esfuerzo de una generación de veteranos marplatenses que son tan buenos corredores como seres humanos -Rearte y Gáspari son de esa camada- y a los cuales uno sabe, no vencerá nunca. Queda el consuelo de saber que son buenos tipos, porque peor sería perder con tipos antipáticos.
Al llegar le dije a Rubén que ni buscando entre todos los corredores del país y aún del mundo, yo encontraría mejor compañero que él. Y lo sigo pensando francamente. Pues corremos igual, nos entendemos y tenemos espíritu de equipo. Siempre tiramos juntos del carro y eso es un capital valiosísimo que no todos los equipos poseen. Salimos 5 de 38 (13 percentil) en la categoría y 66 de 503 (también 13 percentil) en la general. Un resultado muy notable pero nos quedamos con la frustración de no haber alcanzado el podio.
Un detalle que ninguna crónica suele resaltar: el Cruce lleva ocho ediciones y nunca tuvo una tragedia que lamentar. Piense en el Dakar, piense en el Tour de Francia, en todas esas competencias ha habido víctimas fatales. Que no las haya habido en el Cruce es en parte por la suerte, pero sobre todo por la organización cuidadosa, la observancia de detalles, el criterio del "tordo" del Club que la tiene reclara.
Yo he tenido la suerte de correr por todo el mundo, todo tipo de carreras. Pero el día que no pueda correr más y solo tenga fuerzas y aliento para contar mis aventuras juveniles a mis nietos sentados en mis rodillas, será el Columbia Cruce de los Andes la que les narraré antes que ninguna otra.
Corredor: si Ud. no ha corrido el Cruce, es como si no ha corrido una maratón: Aún no conoce la vida. Ni el compañerismo. Ni la gloria.