
Para Sergio y Norberto, por marcarnos el camino
Una de las carreras más reputadas de la Argentina es el “Columbia Cruce de los Andes”, evento que organiza el Club de Corredores que dirige con solvencia Sebastián Tagle y patrocina la casa de ropa outdoors norteamericana.
El “formato”, como se dice ahora, es el siguiente: la carrera dura tres días y consiste en atravesar los Andes de Argentina a Chile -o viceversa-, cada año por un paso diferente. Este año fueron aproximadamente 80 kilómetros en total y el paso elegido fue el de Pérez Rosales (que no debe ser confundido con el paso de mucha mayor envergadura y ruta asfáltica, denominado “Vicente Pérez Rosales”), en la provincia de Río Negro, Patagonia Argentina. Realmente me pareció justo que el que parece será el último Cruce en la Argentina, pues según se dice el próximo tendrá lugar enteramente en Chile, homenajeara de esta forma a ese notable chileno que fue Pérez Rosales, de alguna manera el Perito Moreno chileno. Aventurero de zonas jamás caminadas antes por un ser humano, fue parte de la fiebre del oro en California, el primero en internarse en la selva valdiviana del sur de Chile, cuyos bosques de alerces, cohiues y lengas eran tan cerrados que para abrirse camino en ellos Pérez Rosales usaba dinamita. Es claro que en esos años no había preocupaciones ecológicas. Atravesó varias veces la frontera andina, fue exiliado político, diputado, contrabandista, hizo de todo. Escribió un libro bello e injustamente olvidado que recomiendo mucho, titulado “Recuerdos del Pasado”. Todo aventurero debería disfrutarlo.
Durante el Cruce de los Andes se acampa en las orillas de lagos paradisíacos a cuyas costas la organización ha llevado las carpas de los participantes, así como sus pertenencias generales. Se corre con una mochila pequeña, de hidratación, en la cual se carga el camelback -especie de bolsa de líquido de la que se puede tomar sin parar ni un instante de correr ni tener que bajar la velocidad- y elementos varios que la organización exige sean cargados por los equipos de participantes por si se presentara alguna situación de emergencia (ropa adicional, botiquín, vivisac para dormir a la intemperie, etc.).
La inscripción para la carrera, que tiene lugar en febrero, se abre en junio, y en 20 minutos se agotan las 450 plazas, pese a que cuestan 500 dólares por equipo. Esto da una idea de la brutal convocatoria que esta competencia tiene tanto en la Argentina como en el extranjero.
Cada día el campamento es trasladado por la organización, como decía, durante las horas en que los corredores están haciendo su trabajo, o sea, corriendo. Uds. pueden hacerse una idea del espíritu que reina en un campamento gigantesco, que parece Plaza de Mulas para los que conocen el Aconcagua, donde hay casi 900 corredores, hombres y mujeres de todas las edades y, en este año, de 16 países del mundo. Buena onda y solidaridad forman el aire que se respira en ese campamento. Buen humor y ganas de pasarla bien son la sustancia de que está hecho el viento que viaja entre las carpas. Se charla con todo el mundo, sobre cualquier tema. Todos están predispuestos positivamente a socializar.
La mayoría de los corredores aprovechan la circunstancia para pasar una semana en el hermoso Sur Argentino, pero Rubén, mi compañero de equipo, y yo, teníamos poco tiempo disponible por lo que viajamos en avión a Bariloche la víspera.
El día siguiente, viernes 8 de febrero de 2008 comenzó la carrera desde las orillas de lago Mascardi. Muchos de ustedes no son argentinos y no conocen el sur de este país. Y lamentablemente, tampoco lo conocen muchos nacionales. Déjenme decirles que es hermoso, de una belleza tan seductora y cautivante que ha llevado a cientos y miles de personas a abandonar todo en sus lugares de origen y continuar sus vidas allí. Pero no crean lo que yo digo. Miren lo que hacen los grandes millonarios norteamericanos. Se compran enormes propiedades en el sur –argentino o chileno, ambos maravillosos-. No lo hacen en la campiña francesa, ni en el interior de México ni en Ucrania, sino en la Patagonia. Construyen aeropuertos privados con capacidad de recibir jets, para usarlos como mucho media docena de veces por año. Si los que pueden elegirlo todo eligen nuestro sur, creo que no hay que agregar más nada.
Instantes antes de comenzar, cumplimenté mis tres cábalas, como hago siempre, sin excepción, en todas las carreras. Ellas son: persignarse a la manera tradicional, hacerlo luego à l´agnostique que consiste en tocar el suelo con los dedos centrales de la mano derecha para llevarlos luego suavemente a los labios, y finalmente, mirar al cielo, con la vista en unos 45 grados respecto de la horizontal -o vertical- y proferir un: “God, in your hands I commend my spirit”. Fue una de las últimas frases de Cristo y quieren decir: “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Es claro que Jesucristo las dijo en arameo, pero mi cábala es en inglés, vaya a saber por qué.
La primera etapa fue de veintisiete kilómetros de montaña, yendo desde el extremo noreste del lago Mascardi –vamos, agarre un mapa para seguirme bien- al extremo este, donde desemboca el río Manso. Tenga cuidado al mirar la carta, ¡pues hay tres ríos con igual o parecido nombre! El desnivel vertical fue de unos 500 metros y nosotros lo dejamos atrás en algo menos de cuatro horas. Hacia el final de esta primera jornada se atraviesan tres ríos de aguas tan pero tan frías, que muchos, casi todos, sentimos las piernas acalambradas –agujetas, como denomina a esa sensación Aurelio Olivar, un español muy simpático de quien pronto les hablaré- y nos tomó algunos segundos que parecen infinitos en una carrera, antes de estar en condiciones de retomar la velocidad.
El campamento fue un hermoso pandemonium, como ya he adelantado. Alguna foto saqué y probablemente esas fotos, si yo las incluyera aquí, describirían mucho más y lo harían mucho mejor que mis torpes palabras, lo que bullía en el lugar. Pero si yo recurriera a imágenes haría trampa. El desafío de un escritor es describir con palabras.
Cientos de pares de zapatillas intentando vanamente secarse bajo la gracia del sol tenue de la tarde sureña, cuerpos destruidos procurando con igual éxito sanar sus heridas para poder correr al día siguiente. Pies desnudos apoyados sobre cajas pidiendo a Dios clemencia y masajes. Gente lavando ropa, corajudos tomando baño en las aguas del lago, decenas de carpas levantándose para conformar una ciudad precaria que habría de desaparecer al día siguiente, viviendo así menos que un diario. Curiosamente, una ciudad cuya esencia es la volatilidad, lo efímero, es al mismo tiempo custodia de lo único verdaderamente permanente: la amistad y la pasión por el sano deporte.
En ese campamento conocí a Daniel Rearte, amigo internético desde hace ya algún tiempo, corredor de raza y hombre con quien comparto una cosmogonía –término que no sé bien qué significa, pero que yo uso para referirme a una visión de la existencia, del destino del hombre y del sentido del deporte-. Daniel corrió la Marathon des Sables y sobre esta experiencia escribió un notable texto, de elevada calidad literaria y excepcionales valores motivacionales y descriptivos, que “colgué” en mi blog donde puede leerlo quien ame este deporte. Daniel forma parte de una gran comitiva de 13 equipos, todos ellos miembros de Le Group, probablemente el mayor grupo de corredores de Mar del Plata, y que comanda Pablo Sepúlveda. Me atrevo a sugerir a todo corredor marplatense que se acerque a Pablo, pues si puso tanto equipo en las primeras posiciones, el hombre del tema debe saber no poco.
El médico del Club de Corredores, como todos los años, enloquecido reventando ampollas, sacando uñas, atendiendo desmayos, lipotimias, esquinces y simples temores. Un alambrado cargado en toda su extensión de remeras todas iguales secándose al sol, hombres tirados en el pasto disfrutando de ese lindo paisaje que son las corredoras cambiándose de ropa, olor a hamburguesas, unos belgas con los que practico mi francés, y mate, mate por todos lados acompañando como lo ha hecho siempre el ocio y la charla social de los argentinos. Éste recomendándole a aquél una crema para dolores musculares. Aquélla prestándole sin devolución a su vecino un huevo o un puñado de yerba. Todo esto y mucho más, veía yo desde mi silla privilegiada.
Yo miraba todo este panorama, decía, y me sentía bien. Qué más se precisa para ser feliz en la vida que estar con el cuerpo destruido, departiendo con amigos y rodeado de una humanidad deportista y comprensiva. En este campamento conocimos a dos equipos formados por atletas bien interesantes. Uno de ellos, que compite en caballeros menores de 80, o sea, la categoría “madre de todas las categorías”, formado por el español Aurelio Olivar y el etíope Fikadu Bekele. Obviamente se hicieron muchas bromas sobre el apellido de Fikadu pues uno de los mejores corredores del mundo y actual detentor del récord mundial de 10 Km. también se apellida Bekele. Pero no son parientes, parece que el apellido Bekele en Etiopía es como Fernandez en Argentina. Lo de Aurelio es verdaderamente notable. Aurelio es profesor de secundaria, no corredor profesional. Pese a ello, consigue correr con Fikadu que sí lo es (para que se hagan una idea, su PR de 10 K es 27 minutos, apenas un minuto arriba del récord mundial que lo tiene, como dije, el otro “Fernandez”). Además, Aurelio le ha dado una enorme mano a Fikadu en su inserción social y económica en la sociedad española. Claro que Aurelio no lo cuenta así, pero uno lo entiende. Y todo, claro, movido tan sólo por la simple amistad.
El otro grupo con el que compartimos la tarde es mixto y está formado por Paul Rolich keniano de 42 años y Clara Serino, argentina, profesora de Educación Física y entrenadora profesional. Paul habría de darnos al día siguiente a Rubén y a mí, una notable aula sobre “entrenamiento después de los cuarenta”. Paul también es entrenador profesional, está radicado en Buenos Aires y trabaja para el grupo de Antonio Silio en Palermo. Clara sufrió un esguince en la primera etapa y pese a ello continuó, en una proeza parecida a la de Graciela Freda el año pasado, que hizo otro tanto con un brazo que había recibido una violenta paliza propinada por el suelo. Pero Clara no resistió la tercera etapa y muy a su pesar, debió abandonar y Paul obviamente lo hizo con ella. Uno puede comprender su dolor no solo físico.
Así pues, llegó la hora de comenzar la segunda jornada que fue, puesta en contexto, muy “light”. Apenas 18 Km. esencialmente planos y la mitad de ellos en sendero de auto. Para este grupo de atletas, un paseo por el parque. Fue para Rubén y para mí, la mejor jornada, corrimos como hijos del viento, pasamos decenas de corredores y salimos terceros en la categoría, pese a que esto no cambió nuestra posición en el acumulado de la competencia, donde seguíamos sextos, posición que también mantendríamos en la tercera y última jornada.
Pero lo más lindo de esta liviana etapa fue llegar junto a Daniel Rearte. “Qué mejor forma de conocernos, que cruzar una línea de llegada juntos”, me dijo Daniel instantes después de pasar bajo el arco en la meta. Acampamos en un paraje denominado “Pampa Linda”, al pie del Cerro Tronador, de 3478 metros de altura. Sus glaciares se visualizaban imponentes desde la orilla del río Manso donde acampamos.
El segundo campamento fue, en términos generales, una variación del primero ya descrito. Al igual que al final de la primera jornada, la organización nos reunió para darnos la cena, mostrarnos un video de lo ocurrido en el día y contar detalles de lo que encontraríamos al día siguiente, tercera y última jornada de la carrera. La organización fue notable en todo sentido. Años anteriores ha habido alguna falla menor aquí y allá. Pues esta vez no hubo una sola que ni el más crítico pueda levantar en un foro de Internet. E impresiona la calidad del video que los muchachos del Club son capaces de producir en el medio de la nada y en un puñado de horas.
La cena buena y en hora, los horarios se cumplieron todos, los contenedores con nuestras pertenencias siempre llegaron al lugar donde tenían que estar, en el momento en que los esperábamos. Quien como yo ha organizado eventos masivos, sabe que esto implica un monumental desafío logístico para los organizadores, que fue completado por ellos a total satisfacción de nosotros los corredores.
Faltaron corredores queridos este año, seres para mí entrañables. No estaba Claudio Di Stefano ni Raquel Mastorakis ni Walter Ricardo ni Alex Krautner. No estaba Vicente Dragobratovic ni Martín Sáenz de Tejada. Tampoco Adrián Rodríguez ni Mariana Lopez Naón, aunque sí estaban Graciela Freda, Rubén Vallejos, Gabriel Skolnik y Pepe Mostaza. Procuré paliar parcialmente las ausencias con nuevos amigos, nuevas visiones, nuevas caras. Pepe ha sido quizás el corredor que más ha crecido en un año. Cuando empezó, yo lo dejaba atrás aún corriendo tranquilo. Hoy corre a la par mía incluso cuando como en esta ocasión, doy todo de mí y el panorama para el año que viene es desalentador: ver su gorra amarilla delante mío en las carreras.
Todos los días se arranca temprano para evitar en lo posible el calor. Pero la última jornada es la más tempranera de las tres, en parte porque es la más difícil y por tanto requiere más horas, y para asegurar que los últimos tengan tiempo de tomar los transportes que los devuelvan a una hora razonable a sus hoteles en la ciudad. Y cómo al levantarse hay que pasar por el rito de desayunar, desarmar la carpa y empacar todo en el container que provee la organización para entregarlo y que se lo lleven a uno a la línea de largada, todo esto implica levantarse a eso de las 5.30. Si además se tiene en cuenta el rarísimo por no decir demencial horario de verano que la Argentina ha instaurado este año, eso es como las 4.00 en términos reales. O sea, hace mucho frío en la Patagonia a esa hora. Como por supuesto es de noche, todo el mundo va y viene con sus linternas de cabeza, las que se usan en la montaña, realizando sus tareas, alimentándose, yendo al baño. El campamento se ve como un gran pastel de cumpleaños, en el que los corredores son como velas, pero se mueven. Un espectáculo bello e inusual, de lucecitas viajeras que danzan en la noche y se presta maravillosamente para fotos de gran exposición. La carrera amanece, es el principio del tercer día, es el comienzo del fin.
El último día eran 33 kilómetros pero con unos 650 metros de desnivel vertical y unos diez de bosque lleno de troncos caídos de todo tamaño, que obligaban a parar la carrera y alteraban el ritmo cada veinte metros para sortearlos, sea por arriba, sea por debajo, sea por el costado. Algo agotador. Durante la carrera se escuchaba el bramido de los glaciares del Cerro Tronador, que toma su nombre precisamente de ese sonido grave y tumbero, similar al de un trueno, que constantemente produce el movimiento de sus hielos eternos y el desmoronamiento de sus seracs.
Entonces recordé lo que escribió en su diario Otto Meiling hace 84 años, cuando vio por primera vez este mismo monte: “Aquí estamos en un lugar más hermoso que cualquier otro. ¿Por qué tengo que seguir viaje?". Meiling fue un famoso escalador alemán afincado en esta zona a principios del siglo pasado, pero no consiguió ser el primero en hacer cumbre en el Tronador, la cual sólo sería alcanzada diez años más tarde en 1934, aunque sí lo logró años después muchas veces. Un cerro de la zona lleva merecidamente su nombre. Pero estamos en una competencia y no da ni para parar un minuto aunque Meiling se enoje.
Se termina llegando a la orilla del lago Frías, para luego subir tres Km. por calle de ripio hasta la frontera argentino chilena donde finalizaba la carrera. Bajamos nuevamente esa ladera para retomar la orilla del lago Frías, pero ya caminando y sin presiones, alentando a los corredores que todavía subían cómo otros lo habían hecho con nosotros mientras era nuestro turno de ascender. Uno de ellos fue Ricardo Gáspari que salió tercero en nuestra categoría, que al vernos subir a Rubén y a mí nos dijo, en ese brevísimo instante que dura la interacción entre quien sube y quien baja: “Nosotros somos privilegiados, Dios nos tocó con su varita mágica”. Obviamente se refería a que pocos cincuentones pueden darse el lujo de gozar de la salud física y mental que pasar por esta odisea requiere.
El lugar donde termina la prueba está a 25 Km. del pueblo chileno de Peulla, y como sólo ingresamos en territorio chileno unos cinco metros, no más, esta vez los carabineros no exigieron que hiciéramos migración, lo que hizo posible no cargar el documento de identidad durante toda la tercera etapa como siempre ha ocurrido hasta ahora.
El equipo Sol Do –tal el nombre que le pusimos con Rubén al nuestro- completó en 10.24.24 el acumulado de los tres días. Enteros, sin lesión alguna por menor que fuese, sextos de 32 en la categoría, aunque de nosotros al primero había menos tiempo (9.49.41 puso el ganador de la categoría, o sea nos separaban 35 minutos) que entre nosotros y el siguiente (11.00.08 hizo el séptimo, o sea estaba a 36 de nosotros), lo que muestra que era un grupo de seis equipos los que marcaban la punta de la categoría. Nada mal. Y en la posición 104 en la general, sobre 413 equipos que completaron el desafío o sobre 463 que lo iniciaron, según prefiera Ud. lector, hacer la cuenta. La diferencia, son los que abandonaron o ni siquiera se presentaron a la línea de largada. Pero una cosa debe ser dicha del equipo que salió séptimo en nuestra categoría: uno de sus integrantes es Norberto Ricardo, una persona llena de buena onda y bonhomía a quien ya conocíamos del año pasado. El detalle es que Norberto tiene 65 años y si se tiene esto en cuenta, llegó antes que nosotros sin duda. Es más, yo creo que Norberto y Sergio, de quien hablaré más adelante, son los dos ganadores de esta carrera y por eso estas líneas les están dedicadas.
Con Rubén hemos corrido muchas cosas, entre otras carreras la edición 2007 del Columbia Cruce de los Andes. Y lo que lo hace un gran compañero no es sólo que corremos físicamente parecido –ni buenos ni malos ambos, pero competitivos los dos- sino que nos llevamos bien en los campamentos, en los almuerzos y hoteles. Esto es fundamental para una experiencia como esta. No basta con la compatibilidad de tiempos, hay que tenerla de espíritu. Además, Adriana, su señora, hace una pastafrola de maravillas que nos acompaña durante las meriendas en los campamentos y que a esta altura se ha tornado cábala. No encararía otro Cruce sin la torta de Adriana.
Esperando el barco en el muelle del lago Frías, cambiamos pensamientos con otros corredores, nos felicitamos unos a otros y comimos algo pues nuestros organismos pedían a gritos alimento. En la general o categoría de caballeros menores de 80 años, ganó el equipo que hasta el día anterior iba segundo, o sea, consiguió remontar los minutos que tenía de desventaja, quedando apenas 30 segundos arriba, en una carrera de más de seis horas. Pero en deporte, un segundo o aún menos, alcanza para definir un ganador. Algo que yo no comparto realmente, pues para mí eso es un empate. Nadie en su sano juicio puede decir que un 0,1 % es diferencia. Pena –pero pena comprensible, dada su juventud- nuestros ganadores no conocen en detalle la historia del deporte, pues de hacerlo podían haber repetido algo que ocurrió en Suiza hace casi un siglo, en una ultra maratón olímpica de ski. Dos esquiadores claramente se separaron del resto y durante los 100 Km. se alternaban en la punta. Terminó ganando uno de ellos, cualquiera, el que en ese instante estaba adelante, por pocos metros. Cuando recibió la medalla de oro pidió un martillo. Nadie entendía para qué lo quería. Luego le pidió la medalla de plata a su colega que había salido segundo por una diferencia tan nimia y partió ambas medallas a la mitad con el martillo. Tomó una mitad de cada una para sí y las otras dos las colgó en el cuello de su compañero. Con su gesto, dijo todo.
Aurelio y Fikadu salieron terceros, posición que ya traían desde el principio (ganaron la segunda etapa pero en el acumulado siempre estuvieron terceros) Logro muy destacable teniendo en cuenta que Fikadu Bekele nunca había corrido una carrera de aventura –es profesional pero de asfalto-, que Aurelio no es corredor profesional sino docente, y que ninguno había visto nunca ni un bosque ni una montaña patagónica, ambientes ambos que los dos equipos ganadores conocen como la palma de sus manos –son todos de la zona-
Para retornar de Puerto Frías a Bariloche, usamos una ruta de gran belleza, que integra la muy conocida “Ruta de los lagos” que, si se la hace completa, va de Puerto Varas en Chile hasta Bariloche. De Puerto Frías a Puerto Alegre se viaja en barco atravesando el lago Frías, de allí un breve tramo en ómnibus lleva a Puerto Blest y nuevamente en barco, sobre las aguas ahora del Nahuel Huapi, hasta Puerto Pañuelo, donde está el famoso Hotel Llao Llao. De Puerto Pañuelos un segundo transporte terrestre nos llevó al centro de Bariloche.
Muy pero muy destacable fue la tarea de Sergio Vázquez. Es que Sergio es ciego, sí, cien por ciento ciego, no ve borroso, no es ciego parcial, sino que delante suyo no hay otra cosa, las 24 horas del día, que una noche eterna y profundamente negra. Pero Sergio consiguió lo que miles de “normales” no pueden ni soñar. Lo que como mínimo nos debería hacer reflexionar sobre quien es verdaderamente discapacitado. Y no crea que salió último con su compañero. Llegaron en la posición número 399, o sea, 14 equipos videntes llegaron después. Por eso es, junto a Norberto, el otro corredor al que le están dedicadas estas páginas.
Los retrógrados de siempre suelen elogiar solamente a los que llegan primero, a los que consideran los únicos ganadores. Es claro que estos son siempre hombres, por obvias razones anatómicas, pero vale lo mismo, porque cuesta lo mismo, triunfar entre mujeres que hacerlo entre hombres. Es ser número uno en lo de uno. La diosa de la victoria –Nike, en griego, de ahí viene el nombre de la marca comercial de vestimenta- eligió esta vez a dos compatriotas mías. Dos bellas uruguayas del Equipo Salus, se llevaron el podio al otro lado del charco.
Así como la carrera llegó a su fin, estas líneas comienzan a conocer el suyo. Queda en nosotros, en todos y cada uno de los que vivimos la experiencia, una sensación inigualable. Yo no suelo correr una misma carrera dos veces, porque creo en el devenir no repetitivo de la vida, algo así como el río de Heráclito. He corrido 18 maratones por el mundo, de Budapest a Santa Rosa en La Pampa, de San Pablo a Nueva York, sin repetir nunca una. Porque creo que un corredor es como un marinero, que como decía Neruda, besa y se va. Correr en un lugar, irse, correr en otro. Siempre moverse. No vuelvas a una montaña cuya cumbre ya has hollado, no llames a una ex novia aunque tengas la cama fría. Cuídate del síndrome de la mujer de Lot (la que se convirtió en estatua de sal por mirar para atrás). En palabras de Memphis la Blusera, “Tocar y partir. Rodar o morir”. Pero con esta carrera hace años vengo haciendo una excepción. Y sí o sí estaré en la línea de largada el año que viene, por quinta vez consecutiva pues por nada del mundo habré de perdérmela. Siempre digo que el día que tenga nietos para sentar en mis rodillas, será el Cruce de los Andes la aventura de su abuelo que escucharán primero.
Pero creo que todas las páginas que he escrito sobre el Columbia Cruce de los Antes, este año y los tres anteriores, poco o nada alcanzan a decir del espíritu del mismo. Quien sí logró plasmar su esencia en una obra de arte fue el fotógrafo del Club, Marcelo Tucuna, quien tomó una notable foto de un corredor anónimo – no se alcanza a distinguir el rostro que queda oculto entre sus manos, y menos aún el número de dorsal- que arrodillado en la línea de llegada de la tercera etapa, llora su logro y su victoria. En el anonimato, ese corredor es todos nosotros al mismo tiempo. Él es cada uno de los 826 hombres y mujeres que al verlo, sabemos lo que él estaba sintiendo cuando le tomaron esa memorable fotografía que aquí adjunto.
Mientras miraba en la distancia las indescriptibles laderas del lago Frías que caen a pico sobre las aguas –en ellas anidan algunos de los últimos cóndores- pensaba que dentro de cuatro días –el 14 de febrero- cumplo medio siglo de vida. Y que si un cumpleaños es siempre buena excusa para hacer un balance, este lo es en mayor medida que cualquier otro. Cincuenta años y siento profundamente mías las palabras con que el Dante comienza su famosa obra que yo creo, debió titular la “Humana Comedia”: “Hallábame en la mitad del camino de nuestra vida”, dice Alighieri. Pues eso siento horas antes de cumplir cincuenta años. Vamos por otros cincuenta.