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Quizás debería comenzar estas líneas poniendo en autos a mis lectores no argentinos, de que aquí –o en el Río de la Plata en general, pues en esto, como en tantas otras cosas, argentinos y uruguayos somos similares- somos todos quinieleros. Inclusive los que jamás hemos apostado nada a un juego de azar. Pero nos gusta fantasear con la asociación que quienes juegan a la quiniela hacen con los números. Así, cada número de dos dígitos está asociado a algo, como en el Tarot. La muerte, la suegra, el dolor, Todos los sentimientos humanos pasan por esos noventa y nueve nombres como lo hacen por la obra de Shakespeare. Vaya a saber si esto nos viene de la cábala judía, a través de la numerosa comunidad que profesa esa religión y que vive en Buenos Aires, o si simplemente y menos “culturosamente” somos una manga de timberos viejos.
El hecho es que en la quiniela el número 22 es, o se lo asocia, a “El Loco” (de hecho hubo hace poco una serie televisiva llamada “El loco” precisamente porque el policía que la protagonizaba tenía el 22 como número de placa). Y tal como uno de los muchachos que atendía el albergue estudiantil donde nos alojamos me recordó, el 12 es “El Soldado”. Así pues que el número de mi dorsal en esta carrera, que era el 212, bien puede interpretarse, si a la quiniela le agregamos una dosis de licencia literaria, como “El soldado loco”. Y entonces concluimos que no me asignaron un número por casualidad, sino teniendo en cuenta mi castrense vocación por la disciplina y mi demencial capacidad de darlo todo en cada carrera, así como en los meses previos de entrenamiento.
Pero vamos un poco para atrás, cual cinematográfico “flashback” para que puedan seguirme. La gente me pregunta a veces cuándo empecé a entrenar para tal o cual carrera. Yo les contesto que entrenar es un continuo, un modo de vida y que empecé siempre, allá en algún tiempo remoto. Que uno siempre está entrenado como para encarar una carrera aún si cae inesperadamente. Y esto ocurrió con esta carrera. Yo pensaba correr el mismo día, 29 de octubre de 2006, la maratón urbana de Buenos Aires y de hecho ya estaba inscripto. Pero un día corríamos con Vicente Dragobratovic por la Reserva Ecológica de la Capital Federal, un silio (1) y me contó de sus planes de correr una famosa carrera de la Patagonia Argentina que se llama “42 K” y es publicitada como “la más dura y exigente de América del Sur”. El silio fue de tres horas, al cabo de las cuales le dije a Vicente: “Hablá con el albergue de La Angostura. Que te reserven una cama más”. Vicente sonrió contento. Me gustó la elección del alojamiento que hizo Vicente. Volver a los albergues juveniles like in the good old times, cuando viajaba por Europa de mochilero durante meses pernoctando en ellos. Faltaba apenas un mes para la carrera así que mucha chance de realizar entrenamiento específico (cuestas) no había.
Partimos juntos el sábado a la mañana a Bariloche, el aeropuerto más cercano, donde nos esperaba un remís para llevarnos a Villa La Angostura, a una hora de auto y en la rivera opuesta a Bariloche –o sea en la norte- del hermosísimo y mundialmente famoso lago Nahuel Huapi. Era por lo menos nuestra cuarta o quinta vez en “la villa” como llaman los locales a su pueblo. El apelativo es un tanto curioso porque “villa” es el sustantivo con el que en Argentina se identifica a los barrios carenciados que lamentablemente pululan en los alrededores de las grandes ciudades. Y si a algo no se parece La Angostura, es a un barrio carenciado. Las casas espectaculares sobre lagos aún más hermosos son moneda corriente. Es, toda la zona, el reducto de argentinos y extranjeros de buen pasar y que han alcanzado cierta edad, para terminar sus días en lo que felizmente es todavía la última reserva intocada del mundo, la majestuosa Patagonia Sudamericana.
Llovió todo el sábado lo que auguraba nieve en la montaña y una carrera de perros. Pero Dios, como se sabe, es corredor, así que el domingo amaneció sin lluvia, fresco pero sin frío y parcialmente nublado. O sea, condiciones ideales. Éramos un grupo de cuatro: Vicente, a quien ya nombré, Walter Ricardo que había viajado aparte en ómnibus y nos encontró en el albergue y Mario Oyola, un corredor a quien conocimos pues en los albergues juveniles, como seguramente, saben, los cuartos se comparten con quien venga. Resultó una simpatiquísima persona y un excelente corredor con quien terminamos intercambiando direcciones de correo para encontrarnos en alguna otra carrera.
La largada estaba en el lago Espejo, se va hacia el Correntoso, luego se sube parcialmente el cerro Bayo y de una u otra manera transcurren los 42,195 kms. para terminar en el centro de Villa La Angostura. La organización fue impecable en todo sentido. Comienzo puntual, abastecimiento de agua adecuado y tal como había sido prometido, resultados en tiempo real –no hay motivo para que hoy en día no sea así, sin embargo muchas carreras demoran horas en publicarlos-, soporte de médicos y asistentes por todos lados y marcación de distancia cada cinco kms. El marcado del kilometraje es muy normal en carreras urbanas pero rarísimo en las de aventura. Y ayuda mucho, créame.
Yo había llevado una bolsa de frutas secas y desecadas para reponer energías durante el camino. Pero corrí todo el tiempo a la par de un “flaco” (como llamamos en Argentina a un hombre en general, ¡puede inclusive ser gordo!) que corría bien y bajo ningún concepto iba a darle cuarenta segundos de ventaja que es lo que me hubiera tomado sacar el alimento y volver a guardarlo, que sabía no recuperaría nunca. Los paisajes desde lo alto de la montaña eran “de arrepiar” como se dice en portugués, “alucinantes” como dicen ahora los jóvenes en Argentina y hermosísimos, como prefiero decir yo, en clásico y ortodoxo castellano. Claro que yo ni los miro, pues solo tengo ojos para los 30 metros de camino que tengo por delante. El resto me es indiferente, no existe.
En la mitad de la carrera un “PC”, nombre que le damos a los asistentes de la organización que, en una carrera de aventura se instalan en un “puesto de control” para tomar los números de los corredores que van pasando y así asegurar que ninguno hará trampa salteándose algún tramo. Algo que no creo que ningún corredor haga nunca pues si lo hiciera, dejaría de poder llamarse “corredor”. Pues no es el simple hecho de desplazarse en velocidad con las piernas lo que hace a un corredor. Es una ética, un manejo de un código. Iba yo como decía promediando la competencia cuando este señor me indica que mi posición era la 145. Nada mal, pensé, pues son 400 corredores en total –e innecesario decir, aunque me duela, casi todos más jóvenes que el autor de esta reseña-. Pero el atleta competitivo que llevo dentro no estaba dispuesto a conformarse con eso. Precisamente en ese instante, aparece MOY que bajó de un helicóptero en plena montaña y me espeta “Como va coronel ¿todo en orden?”. “Sin novedad en el frente, general, la subida viene brava, los gemelos sienten los 1300 metros de desnivel vertical que hay que sortear, pero nunca le agradeceré suficiente a los “desgraciados” de mis entrenadores, Gastón, Carlos y Nahuel, los ejercicios de gemelos en prensa Smith con 80 kilos que me hacen hacer. La musculatura está aguantando bien, pese a que como Ud. ve, muchos van quedando parados por problemas en los gemelos”.
Como siempre hay lectores nuevos, permítanme los viejos una muy breve explicación para ellos sobre quien es MOY. Se trata de Mi Otro Yo y me ha acompañado en todo en la vida, en particular en todas las carreras. Es Comandante en Jefe de las tropas de tierra, mar y aire del PEL (Pequeño Ejército Loco).
“¿Estamos cazando ovejas como siempre?” me pregunta MOY
“Antílopes, MOY, son antílopes. Es mucho más “fashion” cazar antílopes que ovejas”.
MOY se refiere a una costumbre mía en las carreras que consiste en poner la “mira telescópica” en la espalda de un “antílope” (corredor que tengo delante) y “cazarlo” (pasarlo) para luego seguir con otro y otro. El pelado con el que venía “tirando” (corriendo a la par, en jerga de corredores) y yo estábamos motivados y enteros. Pasamos gente en forma constante durante la segunda mitad de la carrera. En un tramo el circuito retorna sobre sus propios pasos, por lo que me crucé con Walter que iba adelante, y con Vicente, que lo hacía un poco más atrás. La estrategia para ganar posiciones es simple: seguir corriendo aunque sea despacio pues la mayoría ya caminan. El pelotón está agotado.
Un, dos tres cuatro antílopes. Cinco, seis, siete, ocho y llegamos con el pelado, con quien nunca nos sacamos más de cuarenta metros, al km. 40. Pasamos mucha gente en las bajadas, haciendo uso de lo que yo llamo el "zapatillazo germano", una técnica para bajar montañas a gran velocidad que me enseñó un gran amigo y corredor, Alex "alemán" Krautner la vez que corrimos juntos el Cruce de los Andes.
Doce minutos más y se acaba, le grito. Y así fue efectivamente. Crucé la línea de llegada en 4.32.58. Terminé, estimo, en la posición 103. Una manera válida de comparar el rendimiento de uno en carreras de exigencia disímil, es medir el tiempo en relación al del ganador. En mi mejor maratón urbana, que fue la de Barcelona en marzo de 2006, puse 51,3% más que el ganador. Aquí demoré 46% más (ganó el local Gustavo Reyes con 3.07.35), o sea, corrí mejor que en mi mejor maratón urbana. Walter puso 4.28.47 y Vicente 5.00.47, algo que merece especial destaque pues estaba con una lesión de gemelos no del todo curada.
El resto Uds. lo pueden imaginar. Comer, descansar, tomar cerveza con los amigos –los corredores no tomamos alcohol, salvo, claro, luego de una maratón- . Averiguar como había estado el tiempo en Buenos Aires, donde también hoy se corría la maratón urbana de esa ciudad, en la que participaban varios amigos, averiguar por las votaciones en Brasil y en Misiones para volver a estar conectado con el mundo. Volar de retorno, lo de siempre.
Les dije que esta carrera es publicitada como la más dura de América del Sur. Pues dejará de serlo en diciembre, cuando se realizará, también en la Patagonia, “Q50”, una carrera de montaña de 50 millas, o sea 80,5 kms.
Y adivinen qué delirante amigo de Uds. está pensando en correrla. Es que correr silios cuanto más extensos mejor, es un placer para la mente, una oportunidad de generar vivencias sobre las cuales escribir –algo tan placentero como correr- y la única actividad humana que permite vislumbrar, allá escondido entre la extenuación y el límite humano, el rostro de Dios.
(1) El autor propone aquí a la comunidad corredora, al menos a la argentina, el uso del sustantivo “silio” (sustantivo, por tanto con minúscula) para reemplazar la palabra “fondo”, como homenaje al dueño eterno del fondo argentino.