203: A la memoria del gran Emil (Q50, 50 millas de Cesar Torres)


Todo empezó, como lo hacen los grandes episodios de la vida de uno, de una manera azarosa. Tengo que remontarme a cosa de tres meses atrás, cuando corríamos con Vicente un domingo por la mañana en la hermosa Reserva Ecológica de la ciudad de Buenos Aires. Era fines de agosto y yo entrenaba para la maratón urbana de Buenos Aires mientras que él lo hacía para “K 42”, otra competencia de igual distancia, que se corre el mismo día, pero en las montañas del sur, en la Patagonia norte, zona de influencia del pueblo de Villa La Angostura, provincia de Neuquén.
El fondo de ese domingo era de tres horas así que pese a que los corredores no somos de excedernos en el intercambio verbal, pues con él se va mucha energía, algo hablamos y el proyecto de Vicente comenzó a darme vueltas en la cabeza. Ayudó también que yo tengo por principio no repetir una misma ciudad. Procuro siempre correr maratones cambiando de ciudad, como los marineros cambian de amor. Así, corrí 17 en 16 ciudades, habiendo repetido solamente la de mi ciudad, Buenos Aires. Correrla una tercera vez, no era exactamente apasionante para mí, así que terminado el fondo le dije a Vicente: “reservá otra cama en el cuarto de hotel en La Angostura”. Vicente no precisó más, ya sabía que iría con él al sur.
Así fue y disfrutamos mucho esos 42 kms de montaña. Tanto que nos motivó a anotarnos en la “Q50” una carrera para nosotros desconocida sobre la cual nos dieron información cuando nos anotábamos para la “K 42”. Resultó ser la primera edición de una carrera de 50 millas que tendría lugar el 10 de diciembre 2006, organizada por Cesar Torres, que terminó siendo un personaje y parte, él mismo, de los atractivos de la carrera. Mexicano de origen, emigró antes de que le creciera la barba al gran país del norte buscando su porción del sueño americano. Vivió en distintos lugares de ese país, entre ellos Nueva York y Arizona, donde creó una agencia de viajes que desde entonces maneja desde el lugar del mundo en el que reside. Hace cuatro años que vive en Villa La Angostura –un pueblo de 15 mil personas en un paisaje idílico- y está pensando en mudarse en algún momento a Puerto Madrym o a Buenos Aires. A real nowhere man, un verdadero hombre de mundo. Su pasión por la carrera y su energía desbordante, fueron una parte esencial de lo que dio éxito a este proyecto.
Éramos 60 que corríamos las 50 millas u 80,45 kms. y una treintena que lo hacían en posta, o sea en equipo de dos corriendo una mitad -40 kms.- cada uno. El día estaba muy soleado, lamentablemente, y el camino, aunque uno de los más hermosos del país, es de tierra y bastante transitado, lo que hizo que tuviéramos que absorber bastante tierra levantada por los vehículos. Partía del Lago Traful, donde hay un pequeño asentamiento –si llega a una docena de casas es mucho- y terminaba en Villa La Angostura. Cómo por el camino hay unos 62 kms., se agregaron tres rulos para completar los 80. Estos rulos, obviamente, fueron elegidos para llevar a los corredores a orillas de lagos de montaña de paisaje indescriptible. Como persona seria para organizar cosas que es Cesar, lo que hizo fue delegar distintas facetas de la organización en diferentes personas conocedoras cada una de su oficio. Es así como se gerencia una carrera o la construcción de un Hospital, lo que fuere. Quien se encargó del circuito fue el José Ocampo alias “Negro”, corredor de elite él mismo, y muy conocedor del terreno. Estoy seguro que corrimos realmente 80 kms y no menos (es muy probable en cambio que la “K 42” hayan sido 40 kms y tal vez hasta 39). La logística estuvo en manos de Alejandra Bazzi, alias “la uru” que le ponía tanta calidez y personalización a las cosas, que fue capaz de alcanzarme mi bolso a la llegada –para que yo no caminara un metro más- pese a que yo lo había despachado en Traful sin etiqueta con nombre o número. Cómo hizo para identificarlo, es un misterio. La hidratación estuvo a cargo de Laureano Cabral, y fue esencial. Tanto que le voy a dedicar más adelante un párrafo específico.
Dado que el viernes previo a la carrera era feriado en Argentina, yo viajé ese día para adaptarme ambientalmente al espacio del sur. Siempre procuro hacer esto, relajarme previamente a una gran carrera. Me quedé en el albergue juvenil de esa ciudad. En mi épocas “de cabro” como dicen los hermanos chilenos, estos lugares se llamaban así: albergues. Ahora no sé si por la reputación negativa que la asociación con los albergues transitorios les ocasiona, o porque se sumaron a la moda colonialista anglo que consiste en llamar en inglés lo que siempre tuvo un nombre adecuado en castellano, ahora hasta los taxistas lo llaman el “hostel”. Ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margó, como dice el tango. La frase no necesita aclaración para los argentinos, pero digamos para los extranjeros que es una sátira de quien sin motivo o fundamento, adopta hábitos ajenos.
El lugar es confortable, uno se siente como en casa y se puede cocinar lo que se desee. El sábado tuvo lugar la habitual charla previa a estas competencias, en la cual se explican objetivos, se detallan obligaciones de los corredores, se informa dónde se encontrarán los puestos de hidratación, etc. Habló un representante de Parques Nacionales y la gente se lo tomó un poco a la chacota, por el tono algo “docente de colegio” del hombre, pero es importante entender el parque y sus cosas. Con él aprendí que la hermosa retama, por ejemplo, que llena el ambiente de un color amarillo sol y de un olor muy agradable, es endémica y una plaga que arrasó con la flora local y que conforma el habitat donde habita el ratón que transmite el hantavirus. Así que inútil la charla del señor no fue, ciertamente.
Luego de ella unos pocos de nosotros nos fuimos a pasar la noche a Traful. La mayoría decidió pernoctar en Villa La Angostura, ya que la carrera los traería allí de nuevo al día siguiente, pero esto implicaba realizar el viaje a Traful el mismo día de la carrera muy temprano, o sea, levantarse a las cuatro y media. Demasiado para mi gusto.
Domingo a las 8.00 tal como había sido combinado, se largó la Q50 de las orillas del lago Traful. El camino por el que corrimos es en gran parte la Ruta Nacional Número 234, nombre demasiado pomposo, me parece, para un camino que todavía es de tierra, aunque ya se iniciaron los trabajos para asfaltarlo. Se origina en San Martín de Los Andes, pasa cerca de Traful –a dónde conduce un desvío- y termina en Villa La Angostura. Se la conoce como “de los siete lagos” pues pasa precisamente por el borde de otros tantos hermosos espejos de agua de montaña. Nosotros, como no arrancamos de San Martín, pasamos por cinco lagos, no siete.
En los múltiplos de 10 kilómetros había hidratación con agua y Gatorade, y en los múltiplos de 20, lo mismo y barras de cereales, naranjas, bananas, papas fritas y alguna otra cosa para comer. Nunca faltó comida ni agua ni isotónico, que además estaba frío pese al sol rajante y al pavimento. Yo no acostumbro mencionar marcas en mis crónicas. No hago publicidad. Pero sería injusto si no dijera que el abastecimiento de Gatorade fue esencial para mí y creo que para todos. Sin Gatorade, yo no creo que hubiera podido correr esta carrera. El que cree que puede hidratarse con agua, se equivoca. Gracias Laureano.
El paisaje fue en todo momento bellísimo. A los colores verdes y azulados de los lagos de montaña se agrega el fondo de las montañas de nieves eternas. Y si todo esto fuera poco, el amarillo de las retamas florecidas, el rojo de los notros y el violeta de los lupinos.
Para Vicente y para mí, era la primera ultramaratón, que es como se denominan las carreras que superan la mítica distancia olímpica de los 42,2 kms. Lo era también para el 90 % de los corredores. Esto hacía que uno no supiera lo que podía pasar en el kilómetro 50 o 60 por ejemplo. Nos habían hablado de los 60 como el muro equivalente a los 30 en una carrera de 42 kms. Y es así nomás. Uno llega a los 60 extenuado ¡y aún tiene que correr 20 kms! Los 70 ya es distinto, se cuenta con la euforia estar casi con la carrera “en la bolsa”. El cansancio se sentía sobre todo en los cuádriceps, pero el aliento constante de los chicos de los puestos de abastecimiento y de los otros corredores, venidos de Chile, Uruguay, Venezuela, Mexico, EE. UU. así como de toda la geografía argentina, ayudaban a seguir adelante.
Yo demoré 9 horas y 42 minutos, lo que me colocó en una honrosa posición 23 de 60 que corrieron y 53 que terminaron, o sea en el 38 percentil de una muestra por demás selecta de corredores. Vicente puso 10 horas y 12 minutos, posición 30. Ambos terminamos enteros, sin lesiones ni ampollas ni nada. Apenas cansancio. Pero al día siguiente, ni eso sentíamos francamente. El ganador fue Gustavo Reyes, un joven de la zona, el mismo que un mes atrás ganó la “K 42”, esta vez lo hizo con 6 .24.38. Algo que asusta francamente.
Habíamos reservado un cuarto en el hotel (“resort” le llaman ahora) donde terminaba la carrera para no tener que caminar ni un metro más luego de los 80 mil 450 corridos. Fue una buena decisión pues la ceremonia de entrega de premios tuvo lugar al borde de la pileta de ese establecimiento y para nosotros fue apenas salir de la habitación. Fue una ceremonia breve pero cálida, donde comimos y bebimos y compartimos la experiencia de la jornada con los otros corredores, los organizadores y hasta las autoridades locales (estaban el Intendente y el Director de Deportes de la Municipalidad). La sensación que sentíamos es difícil de explicar. Ya no somos solamente maratonistas, ahora somos también ultramaratonistas.
A la mañana siguiente desayunamos con un grupo de norteamericanos. Es curioso, la conversación no varió mucho de la que tuvimos con Roberto, un chileno que también corrió, en el albergue de Villa La Angostura. Todos te cuentan la misma historia, no importa de donde vengan ni cual sea su “background” (yo también estoy colonizado, ¿vio?) cultural: la dificultad de explicarle al resto del mundo por qué pagamos para sufrir, por qué hacemos algo cómo esto. Creo que por eso necesitamos juntarnos, no sólo para competir, sino para sentirnos comprendidos.
Si a Ud. le dijeron que los hermanos se generaban únicamente en el vientre de la madre, le mintieron. Hay una segunda hermandad que es la generada en el esfuerzo compartido. En esta categoría y después de esta carrera yo pongo a dos personas: Robert Gardner, alias “Bob”, con quien subí el Aconcagua dos veces y Vicente Dragobratovic alias “Vin” o “Vincen” con quien corrí mi primera ultramaratón.
Es hora ya de que le explique el porqué del título: Como ya dije, esta es en una carrera personalizada, donde cada corredor es un nombre y no solo alguien que pagó, donde una camioneta de la organización se para al lado de uno para decirle: “Bernardo, ¿querés agua o Gatorade?” ¿Ya pensó cuanto vale ese trato en esas circunstancias? Solo en una carrera así (y a la única otra igual que conozco, la del Faro de Querandí, que los muchachos de la Cruz Roja de Gessel organizan con igual cariño) puede uno darse el lujo de pedir un número de dorsal. Yo pedí el 203 porque fue el número con que Emil Zatopek entró en la historia en 1952 cuando ganó oro en maratón en Helsinski, luego de haber obtenido igual medalla en 10 mil metros y media maratón. Triplete que no había obtenido nadie nunca antes y que tampoco ha sido repetido desde entonces. Muchos expertos opinan que probablemente, no ocurra nunca más. Para todo el mundo Zatopek es uno de los dos o tres fondistas más grandes de todos los tiempos y para casi todos, el más grande de todos.
Por eso yo corrí con su número, y por eso estudié la pose en que cortó la cinta de la maratón de Helsinski, pose que repetí exactamente al llegar en la Q50 y con la que fui fotografiado.
Fue mi pequeño homenaje a la memoria del más grande de nosotros.