
Es difícil hacer un racconto de un maratón sin caer en una de dos variantes. La primera es una descripción técnica de entrenamientos, prácticas nutricionales y objetivos. Esto aburriría a la mayoría de ustedes. La otra es el recurso literario de ir aumentando la tensión de la narración a medida que el corredor se aproxima a la meta. Esta es la técnica clásica, y la que yo apliqué a mi texto sobre el maratón de Curitiba, pero recurrir a ella nuevamente resultaría reiterativo para la mayoría de ustedes que ya leyeron aquella crónica.
Me limitaré pues a contarle algunos hechos aislados que espero les den alguna idea de cómo fueron las cosas. Llegué a la ciudad luz después de un viaje de veinte horas de avión o aeropuerto. Con una mochila gigante en la espalda y otra menor al frente, estaba muy cansado. Y esto pese a que de São Paulo a París viaje en business, aunque mi pasaje, comprado con millas, era por supuesto en económica. Sucede que se acercó a mi un señor mayor, alemán a juzgar por el acento con que hablaba la lengua de Shakespeare, diciéndome que yo estaba sentado en su asiento. Yo sabía perfectamente que estaba en la butaca correcta, porque como pueden suponer no es la primera vez que me subo a un tubo alado. Mi primera reacción fue decirle, mirá Fritz, jorobate, yo tengo el mismo asiento y llegué antes, anda a quejarte al Gran Bonete. Pero no hice eso que me ordenaban los instintos, por el contrario, me levanté y gentilmente le cedí el asiento en disputa.
¿Qué había sucedido? ¿Berni se puso amable de un día para el otro? ¿Se encontraría enfermo nuestro febril maratonista? Nada de eso, mis amigos, continuo siendo el mismo mal educado y egoísta de siempre, don´t worry. Pero es que mientras dialogaba con el germano, mi visión periférica percibió que la clase económica estaba casi completa. Así que me dirigí al aeromozo, o como se llame la versión masculina de las azafatas y le expliqué el problema. Claro que lo primero que hizo fue pedirnos a ambos el cartón de embarque para verificar que ninguno era miope o tarado. Cumplida esta etapa y comprobado que la tarada era la computadora, me ofreció uno de los únicos dos asientos disponibles en económica. Ese no es pasillo, le dije, para algo yo tenía pasillo que es mucho más cómodo. A continuación me ofreció el ventiúltimo, esta vez sí pasillo. Muy lejos del baño, le respondí, y yo sufro de próstata.
Pero felizmente diste con un cliente comprensivo, continué, no armaré escándalo alguno y me conformaré con esa butaca. Mientras esto yo decía mi dedo índice señalaba un asiento en ejecutiva, pasillo y cerca del baño. Tenés dos opciones, o me das ese asiento o el avión sale tarde mientras discutimos los tres como en un conventillo. Innecesario decir que el hombre, luego de consultar con su superior inmediato, entró en razones y me ofreció la tradicional copa de champagne con que son recibidos los pasajeros de la clase ejecutiva.
Pero veinte horas cansan en cualquier clase y llegué a París en estado de ir al sobre rápidamente. El domingo llegó MMF (para los que hoy se incorporan como lectores míos, el acrónimo remite a Monsieur Mon Frère, o sea, Mi Señor Hermano, trato que le dispensaba Napoleón a su hermano José y que yo utilizo para con el mío, casualmente, también llamado José) y nos fuimos con él y Hanh a comer comida vietnamita.
Pasaron así los días, con breves entrenamientos en el Bois de Vincennes –un enorme parque del este parisino a diez minutos de la casa de Hanh, donde yo paré toda la semana- y largos paseos durante el resto del día por las calmas y bellas calles parisinas. Los últimos tres días no comí absolutamente otra cosa que pasta (dos platos llenos de pasta por comida) y agua mineral. Ni siquiera frutas o verduras. Sólo pasta. En una semana en Francia, no tomé una gota de vino, observen el sacrificio que fui capaz de hacer.
MMF me dejó su carnet de profesor, por lo cual entraba gratis a todos los museos parisinos, lo que no es poca cosa porque no son baratos. Fui el de Orsay, el único de los grandes que aún no conocía. Visité nuevamente el museo Carnavalet (museo de historia de la ciudad de París) donde hay un cuadro de Robespierre que me había impresionado fuertemente hace veinte años y volvió a impresionarme igual esta vez. Cuesta creer que un rostro tan delicado, casi infantil o femenino, fuera capaz de tanta revolucionaria crueldad y determinación.
También fui al museo de las Fuerzas Armadas, en Invalides, el complejo edilicio donde está la tumba de Napoleón. Una parte de ese museo esta dedicada a la Segunda Guerra Mundial. Es triste ver la deformación que los franceses han hecho de la historia. Uno sale del museo pensando que la participación de los soldados franceses fue vital en el curso de la guerra, incluido el frente oriental. Total mentira, si el ejército francés no hubiera existido, hacíamos negocio, porque no hubiera habido que preocuparse en destruir su flota como tuvieron que hacer los ingleses. Lógico que Francia estuvo llena de resistentes y colaboracionistas no hubo ninguno. En un mapa se muestran, en distintos tonos de marrón, los territorios ocupados, anexados o controlados por el III Reich. Pues Vichy aparece en violeta y con el rótulo “territorio libre”. Si Vichy era libre, yo soy Claudia Schiffer.
Otro día visité otro museo dedicado al general (ascendido post morten a Mariscal) Philippe Lecrec y al Jean Moulin. El primero fue el liberador de París y el segundo el héroe máximo de la Resistencia (le dedicaremos un X años este día el mes que viene). La realidad es que a París la liberó Eisenhower, que no aparece mencionado ni una vez, ni en la letra chica de los rótulos del museo. Lecrec y Eisenhower fueron a la liberación de París lo que O´Higgins y San Martín a la de Chile. En fin, museos que cuentan la historia no como ocurrió, sino como le hubiera gustado a los franceses que hubiera ocurrido.
Un día decidí conocer Oradur Sur Glane. Para los que no saben cual es la historia de este pueblo, los remito al X años este día del 10 de junio, en el que se explica en detalle lo que allí ocurrió en 1944. No fue del todo fácil llegar porque Oradur es un insignificante pueblo a 21 kilómetros de Limoges, que a su vez está a tres horas de tren de París. Y en París no me supieron informar sobre como ir de Limoges a Oradur, por lo que llegué a la ciudad famosa en el mundo por su porcelana, a ciegas, sin saber como seguía de ahí en adelante. No había tren, ni bus. No pude alquilar un auto porque no llevaba registro. Pero no me iba a dar por vencido tan fácilmente. Negocié con un chofer de taxi que me llevó, me esperó una hora y me trajo de vuelta a la Gare. De Limoges no conocí absolutamente nada. Oradur es muy impresionante. Las ruinas están allí, estoicas, solitarias, pero en su soledad y silencio hablan con elocuencia. Una bicicleta infantil achicharrada, un cartel que identificaba la carnicería. Conocer Oradur era algo que yo quería hacer hace años y me di el gusto. Era ahora o nunca y yo sabía eso. Para quien vive en América del Sur, Oradur no está a la vuelta de la esquina.
El viernes fui a las afueras de París a retirar el número y el chip para la carrera. Impresionante el marketing alusivo que desarrollaron los franceses. Había un gran salón, con múltiples stands tipo feria del libro de Buenos Aires, donde estaban representadas todas las marcas de ropa y zapatillas deportivas, las revistas del ramo, las municipalidades de otras localidades de Francia y de otros países que querían publicitar sus propias maratones, casas de equipo para gimnasia, de suplementos deportivos, etc., etc., etc.
Así llegó el día D, el domingo 8 de abril del 2001 en que se iba a desarrollar la vigésimo quinta maratón de esta ciudad. Hasta hace no muchos años, no tenía glamour internacional y se limitaba a tres vueltas al Bois de Vincennes. Fue la arrasadora popularidad de el maratón de New York que decidió a la alcaldía de París a abrir sus magníficos bulevares a los corredores del mundo. Esto hizo aumentar vertiginosamente el número de participantes, que hoy ronda los veintiocho mil.
La primavera en París es inestable, fría y con lluvias intermitentes, tal como yo había podido comprobar los días anteriores. El día de la carrera no fue excepción. Hizo bastante frío, diría que aproximadamente 9 grados centígrados, pero esto fue principalmente un problema para el público, a juzgar por la parafernaria de camperas, bufandas, paraguas y guantes que portaban. Desde el punto de vista de nosotros los corredores, el frío es bueno porque permite disipar más rápidamente el calor generado, pero aquí el frío era un poco fuerte en ocasiones. En cierto momento, tenía los dedos de las manos tan agarrotados que no pude pelar una media banana, tuve que hacerlo con los dientes.
Garuó buena parte del tiempo pero esto en alguna medida fue positivo ya que el agua no alcanzó nunca a mojar el interior de las zapatillas, cuyo caso, a esos niveles de temperatura hubiera sido un problema. Por el contrario, la garúa refrescaba y contribuía también a evacuar calor del cuerpo. El problema es que en algún momento se puso un poco fuerte demás.
Para los que conocen París, les cuento más o menos el circuito. Sale del Arco de Triunfo, baja por Champs Elysees hacia el centro, toma la Rue de Rivoli hacia el este, llega a la Bastille, luego sigue por la Rue de Feaubourg Saint-Antoine hasta Nation y de ahí sigue derecho a Porte de Vincennes, para doblar luego al sur hasta el Bois de Vincennes. Rodea este parque en su totalidad para volver a la Bastilla por la Avenue Daumensnil y seguir ahora por la ribera del Sena hacia el oeste. Baja a la Voie Rapide que corre casi al nivel del agua del río, continúa por el borde el Sena hasta el metro Mirabeau y llega así al Bois de Boulogne, un parque similar al de Vincennes pero en el otro extremo de París. Finalmente, sale de este parque para entrar en la elegante Avenue Foch, donde finaliza, a escasos trescientos metros de la largada.
Quand on descend pour les Champs Elysees on sent que Paris nous appartient, me decía un corredor al terminar la carrera. De las muchas carreras que tengo en mis suelas, dos recuerdo con especial cariño por la belleza del circuito: ellas son la media maratón de Río y esta, el maratón de París. Correr a través de dos ciudades tan hermosas es un privilegio del que me siento agradecido. Mientras corría miraba la ciudad y disfrutaba su innegable belleza arquitectónica y urbana. ¿Por qué todas las personas, de las formaciones más diferentes y provenientes de variados rincones del mundo encuentran que París es la ciudad más linda del mundo?, me preguntaba. Porque nuestra definición de belleza urbana fue creada en nuestras cabezas por franceses o francófilos según parámetros parisinos. En otras palabras, París no es linda por que lo sea objetivamente, ya que no hay definición objetiva de belleza. Lo es por definición, simplemente.
La organización fue perfecta, la mejor que yo haya visto hasta ahora. Cada cinco kilómetros había puestos de reabastecimiento con agua, líquido isotónico, naranja, limón, pasas de uva y bananas en abundancia. Con igual periodicidad, pero a mitad de camino, más mesas con esponjas húmedas para refrescarse. Esto último era bastante innecesario, dada la garúa constante que nos cayó encima hasta más o menos el kilómetro 27.
Cada tanto, había mensajes, muy visibles para los corredores, colocados por la organización. Mensajes muy motivantes. Uno de ellos decía: Kilómetro 32.7. Ud. pasó el muro. Se refiere al muro totalmente real y fisiológico que se produce en el kilómetro 30 (o en la milla 26, que corresponde al kilómetro 32, para los anglosajones que manejan millas). En alguna parte entre esas dos distancias, se agota totalmente el stock de glicógeno del cuerpo. De ahí para adelante uno no corre con reservas físicas, lo hace con cojones, con motivación, con garra. No es el cuerpo el que lleva el control, sino que éste pasa a la cabeza. El kilómetro 30 es temible para todo corredor, particularmente el que lo atraviesa por primera vez. Faltando un kilómetro otro cartel decía: Faltan mil metros, vívalos en plenitud.
Mi mejor tiempo hasta ahora en un maratón era de 4:14:00 (Curitiba). En determinado momento me di cuenta que podía mejorar significativamente esa marca. Yo tenía como objetivo 4:06 que ya era una buena mejora, pero vi que podía llegar a quebrar el mágico umbral de las cuatro horas. Allí apareció MOY en escena (quienes no conozcan a este personaje, lean previamente el relato del maratón de Curitiba). Dale, Berni, me decía MOY, dale que podés, insistía. Podés lograr un tiempo histórico, ponele huevos, Berni, ponele Fortitudine, mirá donde estás, corriendo nada menos que en París, vas por el medio de la calle mientras la multitud saluda y ovaciona, y agita banderas tricolores a tu diestra y siniestra. Pareces Lecrec, en aquella mañana de agosto.
MOY me conoce bien, sabe de mi alfonsinesca pasión por el bronce y la historia grande. Con esa frase consiguió influirme la motivación que pretendía y salí con todo. Terminé en 3:58:36, tiempo oficial que puede chequearse en la página web de el maratón de Paris. Lo que es más notable, terminé entero, sin problema muscular alguno, salvo un cansancio en los abductores. Me hice un masaje –provisto por la organización- comí, bebí y me cubrí con una manta de aluminio también gentileza de la organización. Esto fue muy bien recibido pues hacía bastante frío.
Quebrar el umbral de las cuatro horas era mi objetivo de máxima, el que me había planteado como último en mi carrera de corredor. O sea que si mañana cuelgo los botines –lo que no tengo ninguna intención de hacer- yo ya estoy hecho. Vista el maratón con ojos de corredor, quien la hace en menos de tres horas es profesional, quien la completa entre tres y cuatro, un aficionado serio y arriba de cuatro viene la tropa. Por eso el domingo yo hice más que correr en París, escribí una página de mi historia en Francia.
Por fin, quería compartir con ustedes los dos slogans más fuertes que leí en el maratón. Uno de ellos iba en la remera de un corredor: La fatigue disparais, la gloire, ça reste (la fatiga desaparece, la gloria permanece). Y el que me pegó más fuerte, el que me traje en un afiche que pedí y me regalaron, el que golpea fuerte a un maratonista-montañista especialmente en el momento final de la carrera, era un enorme cartel provisto por la organización que decía:
Marathoniens, il reste toujours l´Everest (Maratonistas, aún queda el Everest)