Overwinning in Amsterdam (Victoria en Amsterdam) - 17 de octubre 2004


cause sometimes you just feel tired.
You feel weak and when you feel weak you feel like you wanna just give up.
But you gotta search within you, you gotta find that inner strength
and just pull that shit out of you and get that motivation to not give up
and not be a quitter, no matter how bad you wanna just fall flat on your face
and collapse.
Until the roof comes off
Until my legs give out from underneath me
I will not fall,
I will stand tall,
Feels like no one could beat me
'TILL I COLAPSE (Eminem, Nate Dogg)

Todo comenzó como en otras tantas maratones anteriores, llegando una semana antes a la ciudad donde correría, a los efectos de aclimatarme, de superar eso que llaman “jet lag” o “décalage”, y sobre todo, de disfrutar en compañía de MMF de una semana calma paseando por una ciudad hermosa.
Como saben los que me leen desde hace ya con esta doce maratones, MMF (Monsieur Mon Frère) es, como lo dice el mismo nombre, mi hermano, que vive en Toulouse, Francia. Yo me dirijo a él de esa manera pues es la que utilizaba Bonaparte para dirigirse a su hermano –que fue su virrey en la España ocupada- también llamado, como el mío, José. Mis analistas dicen que esto es una identificación subliminal o paralelismo que pretendo establecer entre mi persona y el emperador corso, y que es una muestra más de la megalomanía que se ha apoderado de mi mente. Vaya uno a desmentir a los psicólogos.
Esta vez decidimos correr la maratón de Amsterdam debido a la belleza de la capital naranja, pues además de corredores somos ambos sensibles a la belleza arquitectónica, literaria y femenina (en qué orden, bueno eso depende de la circunstancia, chaval) y así pasamos de conversar de dinteles y mansardas a hacerlo sobre Muñoz Molina o Borges como a platicar sobre los méritos de las caderas de las holandesas, en comparación con los de las porteñas o tolosanas.
Como el euro que hoy nos permite consumir por toda Europa sin acumular billetes sobrantes en la billetera está aún más caro que la divisa norteamericana (porque seamos francos, para nosotros los que viajamos seguido al viejo continente pero nada entendemos de macroeconomía, la ventaja del euro es esa, no llenarte de moneditas al cruzar una frontera, que luego se terminan abandonando en un cajón sudamericano). Como el euro está por arriba del dólar, decía, y éste en la estratósfera respecto del vilipendiado peso argentino, hoy para un habitante de la patria de San Martín cruzar el océano es una experiencia que le llena el alma de cultura pero le vacía los bolsillos. Así que nosotros corremos maratones allí donde tenemos algún conocido que nos de alojamiento y conversación. Que lo segundo es tan importante como lo primero, para dos hombres que poco tienen de parcos y mucho de curiosos.
En Holanda viven Esther y Martin, locales ambos, y con ellos podíamos quedarnos. Y con ellos podíamos conversar. Esther habla inglés y francés y Martin habla inglés, así que en esas lenguas nos entendíamos, cambiando de una para la otra según la presencia de uno o de otra y de lo que tuviera uno que decir. Pues dime tú como se dice “un bar sympa” en la lengua de Shakespeare o “we want to have the job done” en la de Molière.

LA HAYA

Esther y Martin viven en Den Hagg, que en esa lengua incomprensible para hispanoparlantes de valía y porte como nosotros, quiere decir The Hague en inglés o La Haya en la lengua de Cervantes. Holanda es un país especial en muchos aspectos. Para comenzar, su capital es Amsterdam aunque todos los poderes del estado tienen su sede en “Den Hagg”. Cosa de locos. Un caso parecido pero no tan extremo es Bolivia, que tiene como capital a La Paz pese a que los poderes judicial y legislativo radican en Sucre, pero al menos el ejecutivo está en La Paz. En Amsterdam no hay nada, ni la realeza, que también vive en La Haya. Y hablando de realeza holandesa (me salió un versito sin quererlo), vaya una línea para “nuestra” princesa y futura reina, la tan hermosa como elegante Máxima Zorreguieta, quien por lo que me ha contado Esther, se ha sabido ganar la popularidad de sus futuros súbditos.
En La Haya está la sede de la famosa Corte Suprema de Justicia de la ONU. Máximo tribunal de esa organización internacional que recientemente juzgó, por ejemplo, a Milosevic. Los argentinos tenemos muy presente esta corte pues recientemente un compatriota fue nombrado fiscal de la misma (Moreno Ocampo) algo que fue considerado un honor no sólo para él como persona y profesional, sino para el país todo. Pasamos por la sede de la misma, un castillo noble y elegante cuya imagen está a la altura de la que un tribunal tan importante debe entregar.
En La Haya está también el Museo Escher. Yo soy, como muchos de mi generación y especialmente de mi formación, con independencia de la edad, fanático del grabador o burilista holandés. Llamado por algunos muy simplificadamente “el pintor de los hombres de ciencia” por su uso mágico, personal, artístico de muchas formas matemáticas (la cinta de Moebius, el tríangulo de Penrose, entre otras), Escher no tiene paralelo en el mundo. Tan larga es mi relación con su obra que –tantos años han pasado que puedo contarlo públicamente-, el primer regalo que mi primera novia me hizo fue una copia a mano, hecha por ella, de un cuadro de Escher. Aún la conservo, claro, aunque esa lámina a lápiz tiene más años que muchos de los que están leyendo estas líneas. Así éramos nosotros: Cuadros de Escher, poemas de Neruda y libros de Erich Fromm y Master & Johnson para aprender de amor y sexualidad. La visión un tanto intelectualizada que teníamos del mundo a los 17 años.
La Haya tiene costa al Mar del Norte, así que, como ninguno de los dos lo conocía, decidimos ir a su encuentro, como modernos Balboas, digamos. Así, llegamos a un “resort” turístico de mal gusto hasta para una costa sudamericana, pero si se hacía abstención de lo humano, con agua y dunas hermosas. Yo me acerqué al agua y la toqué, para poder decirles ahora a ustedes sin faltar a la verdad: “Yo me mojé las manos en el Mar del Norte”.

AMSTERDAM

Casi todos los días viajábamos a Amsterdam, a pasear por sus hermosos canales. Bueno, esto es lo que técnicamente llamamos una “licencia literaria”, pues es claro que nosotros no paseábamos por los canales propiamente dichos, pues no somos botes, sino por sus orillas. La coherencia de la arquitectura de Amsterdam sorprende gratamente. La ciudad, el país todo, tuvo su época de oro entre 1648, año en que expulsaron a los españoles, y 1750. Quienes como yo son fanáticos del escritor español Arturo Pérez Reverte, y han leído toda la saga del Capitán Alatriste, conocen lo que viene perfectamente. Hasta 1648, los Países Bajos eran parte del imperio español. Y como a los rubios holandeses les daba por el talego que los mandaran mediterráneos que nada conocían de su tierra, pues un día se alzaron y dijeron, el casado, casa quiere. Ustedes a Madrid y por aquí no los queremos ver más. Claro que nuestra Madre Patria –con mayúsculas- no se lo tomó tan livianamente y mandó a los tercios –que así se llamaban las unidades del ejército español- a lo que, para España y el mundo hispanoamericano, pasaría a llamarse la Guerra de Flandes (precisamente, los combates del Capitán Alatriste, el personaje de Pérez Reverte, tienen lugar en esta guerra), guerra que, ahora hablando en serio, no tuvo nada de elegante ni caballeresca. Quizás como todas las guerras, pero lo cierto es que los soldados españoles quemaban pueblos y violaban hasta los cadáveres. En ocasiones, si una mujer se resistía, la clavaban a una puerta con la espada, para violarla luego sin soportar sus arañazos.
Pero la guerra terminó con la victoria de los holandeses, y andaluces, extremeños y gallegos pusieron violín en bolsa y se fueron a comer tapas al Paseo de la Castellana. Entonces comenzó la mejor época de la historia de Holanda. Los holandeses son, como los chinos, nacidos para el comercio. Prosperaron inmensamente comprando y vendiendo en los cuatro rincones del planeta. Todo ese flujo de riqueza se dirigió a construir una ciudad cuya arquitectura, cuya belleza, fueran capaces de reflejar ese poderío. Casi todo el estilo que vemos hoy en Amsterdam, se origina en la segunda mitad del XVII. Luego, las construcciones de épocas más recientes continúan y recrean y actualizan y dan otra visión de ese estilo. Pero la esencia es la misma. Es muy interesante para los que tenemos por la arquitectura tanta pasión como por las carreras, mirar buscando distinguir el aporte de cada siglo al mismo, peremne estilo de base.
Como los holandeses son limpios y no tiran basura a la calle o a las vías de agua, los canales están limpios, sin una botella plástica, y en ellos los patos y cisnes se pasean tan tranquilos como lo hacemos MMF y yo, o más, diría, porque a ellos esto de viajar por Europa no les cuesta ni un duro.
Cuando los turistas sudamericanos se pagan un viaje a Europa, procuran “amortizarlo” caminando cien kilómetros diarios, yendo a siete museos por jornada, más un espectáculo teatral, más dos restaurantes. Nosotros no hacemos nada de eso. Sea porque la edad cambia el punto de vista -y ambos llevamos sobre este planeta más o menos el mismo tiempo, MMF poco más de medio siglo, yo poco menos- , sea porque los dos hemos ya visto y viajado no poco, nada nos urge. Dormimos diez horas por día, deambulamos sin apuro por las calles de las ciudades del mundo, y preferimos un buen café, mirando a la gente caminar por la calle a cualquier otra cosa. Guías de turismo, on ne connais pas, es algo que nunca usamos. Nos adherimos más bien a la visión de Lao Tsé, que decía que “el perfecto viajero, no sabe adonde va”, O, en otras palabras, si la guía de turismo e Internet te han permitido planificar tu viaje hora por hora ¿Qué es lo que vas a descubrir entonces? ¿Para qué viajas?
Esto en modo alguno significa por nuestra parte un juicio de valor a toda esa troupe japonesa, americana y de todo pelo, que camina por Trafalgar Square o la fuente de Cibeles con una guía Michelin en la mano. Que muy viejos estamos ambos para pretender dar aula a nadie sobre la manera de hacer algo. Hacemos la nuestra y que los michelinos hagan la suya.
Fuimos al museo de tradición judía, pues nos lo había recomendado Esther y porque era el único que yo no había conocido en mi anterior visita a Amsterdam, hace la friolera de un cuarto de siglo. No es que yo sea mayorcito, hombre, es que viajo desde antes de dejar los cortos. También fuimos al Rijksmuseum, cuya sede es un hermoso y enorme castillo pero cuya colección es muy, pero muy moderada en tamaño, si se la compara con otros museos europeos de similar renombre. La explicación, para mí, es que mientras franceses e ingleses se robaron el arte y la Historia del mundo para conformar el “mobiliario” del British Museum o El Louvre, los holandeses tuvieron pocas colonias y no desvalijaron ninguna. Por eso, en el “Rijks” hay poco más que la obra de Rembrandt (y varios Vermeer justo es decir). Claro que esta quizás sea su virtud. La particular manera de ver luces y sombras y oscuridades que tenía Rembrandt, se destaca y consigue recordarse mucho mejor, si no se la mezcla con mil otras obras de arte de otros autores y períodos. También visitamos la casa de Rembrandt en Amsterdam, que no es su casa natal pues es originario de otra ciudad.
A mí me omnubilan a veces los museos enormes. Hágase Ud. esta pregunta: ¿Es capaz de nombrar media docena de obras –con excepción de La Gioconda- que le hayan impactado en El Louvre, indicando autor y época? Seguro que como yo, se olvidó de todo. Entonces ¿Para qué fuimos?
Es claro que también fuimos al museo Van Gogh, aunque yo lo había visitado cuando acababa de ser inaugurado, un cuarto de siglo atrás. Pobre Van Gogh, hoy su museo recauda en un día más que todo lo que él ganó en su vida. Yo me preguntaba qué cualidad lo ha hecho tan popular entre la clase media y la burguesía contemporáneas. Porque no debe haber una casa que no tenga una reproducción de un Van Gogh. Algo inexplicable, para mí al menos.
El desorejado pintor holandés, tan fracasado en vida como exitoso en la posteridad, tenía como yo un hermano al que quería como yo al mío. Se llamaba Theo y las cartas que intercambiaban son hoy parte del patrimonio cultural de Occidente. En una de ellas (por favor no crea que me acuerdo, mi “curtura” no da para tanto, simplemente estaba transcrita en la pared del museo) Vincent le escribe a Theo (febrero de 1886): “De weg on te slagen is: moed houden en geduld en stevig doorwerken” (El camino al éxito es mantener el coraje y la paciencia, y trabajar con energía y denuedo). La frase tiene obvia y fuerte aplicación para maratonistas, por eso la transcribo, para que vayamos poniéndonos en ambiente.
Otro día fuimos a la casa de Anne Frank (o Ana Frank, como se la conoce en Hispanoamérica). Aunque yo la recordaba bastante bien, siempre me ha parecido importante reforzar mi memoria, apuntalar el recuerdo de la Historia como forma de exorcisar toda posibilidad de que hechos como estos, vuelvan a repetirse
MOY: Berni, ¿Quién fue Anne Frank?
(Nota del editor: MOY, es el acrónimo de: “Mi otro yo”. Es una compañero de ruta y de vida del autor, que, como se puede adivinar, ha estado siempre con él. No tiene presencia física, es “virtual”, como se diría hoy, sólo el autor puede verlo y oírlo. Siempre aparece en los textos pero recién cuando estamos en la mitad de la carrera. Perdonen, pero esta aparición fuera de libreto me sorprende tanto como a ustedes, no sé qué decirles, veamos cómo se desarrollan los acontecimientos)
Berni: MOY ¿Qué hacés aquí ahora? Se supone que vos no aparecés sino hasta que promedia la carrera, para alentarme.
MOY: ¿Y qué me impide romper las reglas? ¿El show tiene que ser siempre tu exclusividad? Además ¿No me has dicho que tenemos que inventar nuevas técnicas literarias, de narración, para mantener a nuestros viejos lectores fieles a nuestra obra, pues de otro modo encontrarían que cada nuevo relato no es sino una variación del anterior?
Berni: En eso tenés razón. Bueno, ya estás aquí. Pero no me jorobes, vos sabés perfectamente quien fue Anne Frank, ¿Para qué me lo preguntás?
MOY: Porque vos olvidás que los años pasan, que cada vez se incorporan a la legión que nos lee lectores más y más jóvenes, y que no todos ellos conocen la historia de Anne Frank. No lo des por sentado.
Berni: Una vez más, tenés razón. Bueno, Anne Frank fue una adolescente, o mejor dicho preadolescente –tenía trece años- holandesa y judía en la Holanda ocupada por los nazis. Cien mil de los 140 mil judíos holandeses murieron asesinados por los nazis en esos años. Una de las maneras con las que los judíos procuraban escapar de ese final era escondiéndose. Otto Frank, el padre de Anne, su familia y otra familia amiga, en total ocho personas, pasaron años escondidos en un altillo de una casa de Amsterdam. Pero faltando un mes para la liberación, cuando ya hacía otro mes que los aliados habían desembarcado en Normandía, algún traidor que nunca falta los delató a la Gestapo –nunca se supo quién lo hizo-. Terminaron todos en campos de concentración, en los que, salvo Otto Frank, todos murieron. Anne Frank falleció – nueva ironía- un mes antes de que el campo de concentración fuera liberado por los aliados.
Pero lo que hizo de su historia un icono, fue que Anne Frank llevaba un diario, que hoy está publicado en decenas de idiomas del mundo, (“El diario de Ana Frank”). Fue llevado al cine y al teatro. Primo Levi, escritor e intelectual italiano de primera línea, él mismo sobreviviente de Auschwitz, dijo respecto de Anne Frank que nosotros como género humano nos hemos olvidado del sufrimiento de decenas, de miles de personas que pasaron por lo mismo que Anne Frank. Nos quedamos sólo con ella, con su horrible final en el inicio de su adolescencia. Y está muy bien que así sea, dice Levi. Porque no podríamos vivir con todo el dolor de todos sobre nosotros. Podemos vivir con uno o dos, pero no con más.
Dejemos lo triste y luctuoso y volvamos a las calles y al sol y a la belleza de Holanda. Impresiona el diferente concepto de privacidad que tiene la gente aquí. Mientras que nosotros procuramos que nadie se entere de cómo transcurre nuestra vida hogareña y familiar, aquí las ventanas dan claramente al living, y uno ve cómo leen o comen o planchan los holandeses, cómo platican y cómo decoran sus ambientes.
En Londres estuve por perder la vida debajo de los automóviles, pues aparecen por el lado contrario al que uno naturalmente espera. Aquí me pasó otro tanto con las bicicletas. Sólo en Amsterdam hay seiscientas mil, se dice, aunque vaya a saber cómo las contaron ya que no es necesario patentarlas. En todos lados hay sendas para bicicletas y ellas circulan por el espacio urbano mezcladas con peatones, tranvías y autos sin que todo esto produzca inconveniente alguno. Tal es el grado de respeto mutuo que tiene la gente de este país. No son claras en muchas ocasiones las fronteras entre veredas y calzadas. Muchas veces no hay desnivel y casi siempre están hechas ambas del mismo material. Por eso, sin darse cuenta, termina uno caminando por las vías del tranvía justo cuando se acerca uno de ellos por detrás. Pero en lugar de apretar la bocina hasta hacernos saltar en vilo y gritarnos un “Pedazo de un pelotudo, por qué no te corrés conxxx de tu maxxx, andá a hacerte dar por un perro, gil de goma”, que, palabra más o palabra menos sería la alocución que un colectivero porteño nos dirigiría si se parara uno delante de su arma de trabajo. Aquí el chofer del transporte público toca una bocinita amablemente ligera, casi femenina. Falta poco para que le digan a uno: “Caballero, seguramente Ud. es turista, por eso no conoce las normas, lo que comprendo. Pero tenga a bien transitar por la vía peatonal pues por aquí tengo que hacerlo yo. Aguardo que se retire para continuar mi trabajo. Muchas gracias y perdone la molestia”.
Amsterdam está en este momento construyendo su primera línea de metro, lo que presenta dificultades y costos de toda índole en una ciudad atravesada por vías de agua pues Amsterdam, como Venecia o Berlín, está llena de canales, todos ellos diferentes, todos hermosos. En los canales viven personas en forma permanente, en casas-barco amarradas a sus orillas. Hay unas 2500 de ellas.
La ciudad es terriblemente cosmopolita y ese es sin duda su toque más distintivo. Aquí, como en Manhattan, nadie mira a nadie con condescendencia ni aire de superioridad. Cada persona vive su cultura y su estilo sin el peso de la censura colectiva. Salvo en New York y aquí, esto no se ve tan claro en ninguna otra parte.
A diferencia de París, donde en cada manzana o casi hay una placa que recuerda algún evento de la ocupación nazi, aquí encontré un solo monumento en toda Amsterdam. Es que los franceses saben en el fondo que tienen una culpa que expiar –el colaboracionismo de algunos, pocos, es cierto, pero muy entusiastas- mientras que los holandeses no tienen de qué pedir disculpas. No colaboraron ni como pueblo ni como estado y en lo posible, pusieron todo tipo de palos en la rueda a las absurdas políticas racistas del Reich. Así que no precisan placas de bronce para mostrarle al mundo que no eran nazis.
Holanda no tuvo tantas colonias como otros países europeos. Una era la que en nuestros años de escolares aprendimos a llamar “Guayana Holandesa”, que se independizó como Surinam en 1975, otras fueron Indonesia, Sudáfrica, el noreste de Brasil (que retuvo poco tiempo pues fue reconquistado por los portugueses) y Manhattan (entonces llamada New Amsterdam, luego vendida a los ingleses que la rebautizaron como New York). Y no hay mucho más, salvo un par de islas en el Caribe que al día de hoy siguen siendo holandesas (Curaçao, una mitad de Saint Martin). Pero es diferente como encararon tanto el período colonial como la descolonización los países europeos. El genocidio español en América es tan conocido que no requiere detalles. Menos conocido, pero no menos horroroso fue el genocidio belga en África, aunque nadie hable de esto. Los ingleses no se quedaron demasiado atrás, baste recordar que las tropas británicas disparaban contra manifestaciones de hindúes desarmados en 1947. Los franceses iniciaron –y perdieron- la guerra de Vietnam y en Argelia inventaron la tortura en su forma moderna (una manera de hablar, porque existió siempre). Y todos esos países desvalijaron sus colonias. Estatuas del África negra, obeliscos egipcios, caoba centroamericana, no dejaron nada. Y llegado el momento de la independencia, ninguno de ellos permitió a sus ex colonos radicarse en la metrópoli como un ciudadano más (Argelia y Francia es una excepción a la regla, es verdad). Los holandeses no se trajeron nada ni de Indonesia ni de Surinam –por eso los museos sólo tienen arte holandés- y al momento de la independencia le dieron a los habitantes de ambos países la chance de tomar la ciudadanía holandesa, lo que por supuesto tuvo como consecuencia una ola de inmigrantes que hoy se pueden ver en la cantidad de restaurantes surinameses e indonesios que pueblan las ciudades holandesas.
Al idioma holandés (de la misma familia lingüística que el alemán) le ocurrió en Indonesia lo que al castellano en Filipinas. Se lo devoró el inglés. Ya hoy nadie habla español en Manila ni holandés en Jakarta. Pero a los 16 millones de holandeses, hay que sumar 3 millones de belgas que hablan el mismo idioma lo que conforma un mercado suficiente para mantener una industria editorial pujante.
Hay otro aspecto interesante a resaltar. Mientras que el PBI per cápita holandés es mucho más de dos veces superior al argentino, por ejemplo, es aún superior al francés. Y hay una cifra que los economistas no usan, que considerarían ridícula, que a mí me parece interesante. Y es el PBI por kilómetro cuadrado. Da una idea de cuanta riqueza un pueblo es capaz de sacarle a su tierra. El de Holanda es 85 veces superior al argentino y más de cuatro veces superior al de Francia. Me dirán que es porque el país es chico. Pues todavía es 40 % superior al de Luxemburgo.

LA CARRERA

Y así llegamos al día en que fuimos a la “expo” de la maratón. La Expo es una mercado o feria, en un recinto cerrado, donde uno retira su dorsal (número que se lleva en el pecho durante la carrera), información útil, alguna cosita de regalo, la camiseta con el logo de la maratón, y tiene también la oportunidad de caminar en un gran número de stands de todas las firmas de ropa y calzado deportivo del mercado mundial. La expo está ubicada muy cerca del estadio olímpico, donde comenzaría y terminaría la carrera. Así que fuimos a conocerlo, entre otras cosas porque, uruguayos ambos, debíamos una visita obligada al lugar donde en 1928, la selección de fútbol uruguaya obtuvo su segunda medalla de oro olímpica. Yo tengo un trozo de varias construcciones “históricas”, entre ellas el Muro de Berlín y el estadio de Maracaná, donde otra vez se consagró el fútbol uruguayo, esta vez obteniendo un campeonato mundial de ese deporte. Quede claro, yo no robo pedazos de edificios de valor arqueológico, no tengo en casa nada del Partenón o el Coliseo, sólo de estadios o construcciones con valor simbólico. No podía faltar en mi colección el estadio olímpico de Amsterdam 1928, así que en un descuido del guardia conseguí meter en mi mochila un sandwich de ladrillos y cemento que estaban sueltos.
Como La Haya queda a una hora de Amsterdam, para el día de la carrera nos pareció prudente dormir en Amsterdam, en un hotel bien cerca del estadio. El domingo amaneció frío y nublado, lo que es ideal (hacían unos diez grados centígrados de temperatura). Pese a los pronósticos que auguraban lluvia, el cielo se mantuvo encapotado pero sin concretar precipitaciones. El circuito es totalmente plano, todo lo cual presentaba condiciones ideales y permitía avizorar buenos resultados para todos.
La carrera comenzó puntualmente a las once. Algo raro, porque en general las maratones comienzan más temprano. Se largaba desde dentro del estadio, como sucede en los Juegos Olímpicos. Yo cumplí con todas las cábalas que son: vestirme con la misma camiseta y pantalón que en las once maratones anteriores, persignarme a la manera tradicional, hacerlo luego “à la agnostique”, que consiste en tocar el suelo con los tres dedos centrales de la mano para luego llevarla a los labios y finalmente mirar al cielo, con la vista en ángulo de aproximadamente 45 grados respecto de la vertical o de la horizontal y proferir: “God, in your hands I commend my spirit” (Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu). Es una de las últimas frases de Cristo.
Yo sentí en ese momento que los héroes olímpicos uruguayos de 1928 me transmitían su fuerza, su energía, que un gran río de apoyo venía del cielo donde ya todos ellos viven, hacia mi alma. Supongo que MMF habrá sentido lo mismo, no le pregunté. Éramos los únicos uruguayos en el estadio. Yo además, el único argentino.
El circuito es en gran parte el mismo que recorrió la maratón olímpica de 1928. Primero da una loop cerrado alrededor del Voldenspark, vuelve al estadio, lo recorre por dentro una vez más, para luego salir y mandarse hacia el Amstel, el más importante de los ríos y canales de Amsterdam. Como 42 kms es un distancia no pequeña, da para que el circuito llegue bien hasta las afueras, donde el Amstel es ya no un canal sino un río hermoso, rodeado de casas suburbanas que no deben bajar de un palito verde cada una fácil.
Cuando yo llegaba al Amstel, al otro lado –pero como diez kilómetros adelante pues me faltaba recorrer ambas márgenes- iba el pelotón de elite, rodeado de motos policiales. Que cosa hermosa un cuerpo atlético corriendo a 20 kilómetros por hora (los corredores llamamos a esta velocidad, 3 minutos el kilómetro, en lugar de hablar de kilómetros por hora, hablamos de minutos por kilómetro). Es como la visión de una chita corriendo a máxima velocidad en una sabana africana.
Yo había planificado hacer 3.20 y me mantuve en ese criterio hasta el km 33. Allí tuve un tirón, leve, pero tirón al fin, en el abductor derecho que me obligó a bajar la velocidad. MMF en general pone unos diez u once minutos más que yo para una maratón, pero en el kilómetro 26, en un loop que permite que los que van y los que vienen se vean, noté que estaba a apenas 500 metros. Era claro que él ya iba a superar su record, pero no evidente que yo pudiera hacer lo propio con el mío.

Entonces llegaron ellos.

Ellos son Sir Ernest Shackleton y Erik Weihenmayer. Quien quiera saber quien es Sir Ernest (de pie, lector, uno se pone de pie cuando lee, o pronuncia el nombre de Sir Ernest) debe leer mi texto “Fortitudine Vincimus”. Erik Weihenmayer es un ciego que subió el Everest. Sí, nada menos. Ambos son los dioses de mi panteón aventurero y siempre se acercan, Sir Ernest desde el cielo donde Dios lo guarda en eterna y merecida gloria, y Erik desde su Colorado natal, a acompañarme en los últimos tramos de todas las maratones.
MOY se decide a hacer su trabajo, esto es, a motivarme de la manera que sea y me dice en inglés:
MOY: What are your legs?
Yo me doy cuenta que está citando Gallipoli, esa notable película australiana sobre la batalla de ese nombre en la Primera Guerra Mundial. Es que MOY y yo, obviamente, hemos visto las mismas películas, leído los mismos libros. Él sabe cuáles han movido mi fibra interior. Le sigo el juego continuando tal cual con el diálogo que el corredor mantiene en la película con su entrenador.
Berni: Springs, steel springs.
MOY: What are they gonna do?
Berni: They're going to hurl me down the track.
MOY: How fast can you run?
Berni: As fast as a leopard.
MOY: How fast are you gonna run?
Berni: As fast as a leopard.
MOY: Then let's see you do it!
Allá por el kilómetro 39 se vuelve al Voldenspark y se corre una vez más por donde se había andado al principio de la carrera. Esto es bueno, uno ya sabe como lucirá cada metro de lo que falta. La organización de la maratón de Amsterdam está lejos de ser la de Londres, París, Chicago, Boston, New York o Berlín, por ejemplo. Parece Madrid o Buenos Aires, diría. No había en los días previos carteles por la ciudad, como los que inundaban las ciudades que mencioné en las vísperas de sus carreras. Esto hace que la gente local se entere y participe. Aquí el presupuesto no lo permite. No había como en París o Boston, carteles en los últimos metros o kilómetros con lemas motivantes. Ustedes no se imaginan lo importante que es esto para un corredor luego de 40 kilómetros. Las estaciones de hidratación están ubicadas cada cinco kilómetros, lo que está ok para atletas de mi velocidad en tiempo nublado, pero para los lentos en un día de calor, es notoriamente insuficiente, deberían ser cada dos kilómetros.
Faltan unos pocos cientos de metros, ya veo la estructura del estadio olímpico en cuyo interior se correrán los últimos metros. Ya me acerco al final y ta taa taaa taaaa taaaaa gol gool goool gooool veo que sí que superaré mi mejor tiempo consiguiendo en diez de las doce maratones bajar sucesivamente mi tiempo de una para la otra (las otras dos, Boston y Madrid, fueron con colinas y muchísimo calor, no cuentan). Cruzo la línea de llegada en la posición 967 (de 4495 corredores que terminaron la maratón) en 3.23.54, dos minutos y 21 segundos menos que mi mejor tiempo anterior, obtenido en noviembre de 2003 en Buenos Aires.
Al llegar noté algo raro. Me rodeaba mucha gente, caras conocidas, al principio no entendí nada. Se acerca alguien, noto que es nada menos que Lance Amstrong que me ofrece sin palabras el maillot amarillo, emblema del ganador del Tour de France, a la derecha lo tengo a Emil Zatopek que pone en mi cuello las tres medallas doradas que obtuvo en Helsinki en 1952. Yo hago gesto de no, Emil, no puedo aceptarlo pero MOY me dice dejate de joder, Berni, hoy es tu día, disfrutalo. Y están también Juan Carlos Zabala y Delfo Cabrera, las dos medallas doradas argentinas en maratón. Y por supuesto Sir Ernest y Erik que no se han ido. Veo que Lance y Sir Ernest se cuchichean al oído y se agachan y adivino su intención y me levantan sobre sus hombros y la multitud holandesa que grita BER-NAAAAR-DO, BER-NAAAAR-DO. Se arrodillan a mi paso algunos y otros arrojan al cielo sus sombreros. Me siento rey de Holanda y países bajos aledaños. Me siento Napoleón entrando en París después de Austerlitz. Y allá al fondo, un grupo de “flacos” (muchachos jóvenes, en el slang de mi ciudad) con bombos y gorros de arlequín que entonan un “dale campeón, dale campeón, daaale campeóoon”.
MMF llegaría poco después en la posición 1048 con 3.25.35 bajando la friolera de 12 minutos su récord!!! Si contamos que tiene cuatro años más que yo, su tiempo es, en relación a la edad, mejor que el mío (Él llegó en el percentil 17 contra 24 que llegué yo). MMF ha demostrado ser un corredor nato, de condiciones. Con 50 años de edad, casi 51, habiendo empezado a correr hace dos años, hoy está completando maratones debajo de tres horas y media. Es lo que se llama condiciones, talento y dedicación. La carrera la ganó el keniata Robert Cheboor con 2.06.23, nuevo récord del circuito.
Yo no puedo dejar pasar este momento, sin dedicar unas líneas a quienes hicieron posible que yo llegara a correr en este tiempo. Ellos son: Alberto Wollmann, titular del Club Vilas de Buenos Aires, que me permitió el acceso a sus instalaciones, las mejores de la ciudad, cuando mi gimnasio privado no estaba funcionando. A Hernán Delmonte, médico cardiólogo, deportólogo, deportista y amigo que me orientó siempre. A Joe Timo, mi profesor de musculación cuya sapiencia reforzó mis músculos para que pudieran aguantar la “paliza” a la que los sometió el entrenamiento.
También cabe agradecer a MOY pues el siempre me ha ayudado a hacer la elección correcta. Cuando se entrena mucho, la vida social, familiar y el trabajo entran en conflicto con el entrenamiento. MOY siempre me ayudó, en este intrigulis, a elegir lo correcto, o sea el entrenamiento.
Y por sobre todo, debo decir gracias a Gustavo Represas, uno de los más reconocidos coachs de la Argentina, que fue quien me planificó durante 19 semanas la rutina de entrenamiento día a día. Esta victoria es tan mía como de Gustavo, como lo sabe todo aquel que ha tenido un entrenador. Gana el atleta tanto como el coach, es una sociedad de dos.
Y todo triunfo permite una dedicatoria. Yo quiero dedicar esta victoria a un verdadero Supermán (así, con tilde). A Cristopher Reeve, que esta semana hizo su último vuelo de hombre de acero hacia el cielo, esta vez, sin retorno. Reeve fue desde siempre un grande. Antes del accidente que lo dejara postrado, viajó al Chile de Pinochet para pedir la libertad de los actores presos por el régimen del trístemente célebre general trasandino y tridentino. Y ha donado millones de dólares a investigación. Un tipo con fortitude, que no se entregó nunca. Una vez dijo: “No estoy dispuesto a permitir que mi limitación física condicione la vida que quiero vivir”. Se nos fue un grande.
Nos sacamos las fotos de rigor, una de las cuales terminará como las otras enmarcada en la pared de mi oficina, nos cambiamos a ropa seca y fuimos al lugar donde habíamos quedado en encontrarnos con Esther y Martin. Ellos nos llevaron al hotel en bicicleta –el medio natural de transporte en este país, como ya he indicado-. Allí tomamos un baño y fuimos a un buen bar a bebernos un par de merecidas cervezas. Cual no sería mi sorpresa cuando, al momento en que casi terminábamos la primera ronda de balones, el dueño se acercó a la mesa sin que nadie lo llamara, y dijo (en holandés, claro, Martín luego me tradujo) que nos iba a pagar otra vuelta porque a su juicio, las cervezas que nos habían dado no tenían la coloración perfecta. Algo que sólo pasa en estas civilizadas tierras. Coherente con una leyenda que leí en un vidriera “quality is remembered long after price is forgotten”. Así piensan aquí. Nosotros estamos a años luz de tratar así a los clientes.
Terminada la cerveza, nos despedimos de nuestros anfitriones que tan cordialmente nos recibieron en su casa estos días y nos dirigimos al aeropuerto. Una vez allí, cada uno para su boarding gate, un beso, un abrazo y será hasta la maratón que viene, querido MMF.
Ya en el avión, lo primero que hice fue aceptarle un champagne a la aeromoza, por aquello que Napoleón dijo sobre el champagne –otra vez Bonaparte, abrimos y cerramos este relato con él- “Dans la victoire, on le mérite. Dans la defaite, on en a besoin” (En la victoria, uno lo merece. En la derrota, uno lo precisa)
Y si bien tanto MMF como yo hoy tuvimos una gran victoria, yo tomo este champagne por mis victorias y por mis derrotas. Porque cimas y simas, tengo de ambas. De ninguna reniego, de todas me nutro y en todas abrevo.

“Yo siempre quise agradar a la gente. Por eso doy gracias a Dios por esa maravilla que es el don de escribir”

Anne Frank, transcrita en una pared del museo.