Newwwwwww Yooooooooooooooork – 3 de noviembre de 2002


No iba a ser una carrera sencilla. Al menos no para mí, ya que la noche anterior había extraviado el chip electrónico que, adosado al calzado, marca el tiempo de cada uno en la carrera. De cualquier modo, siempre podría conocer mi tiempo gracias al cronómetro y medidor de pulsaciones que jamás falta en mi muñeca. No tener mi tiempo registrado en Internet iba a ser psicológicamente bajoneante, pero había que sobreponerse, que más remedio.
También se suponía que haría un frío espantoso, por debajo de cero. Así lo había advertido el pronóstico y no podía equivocarse, no con sólo 24 horas de diferencia, no en este país donde todo funciona como debe. Pero estaba equivocado y yo lo supe desde mucho antes. Lo supe porque quien allá arriba maneja el clima –llámenle ustedes Dios, San Pedro o el Big Bang- es corredor. Y como tal no permitiría que nos congeláramos. La temperatura fue finalmente de unos siete grados centígrados en el arranque, lo que es perfecto. El sueño de un corredor
Hasta muy cerca del final mi tiempo fue tan próximo al que hice en Londres en abril, que aún faltando una milla yo no podía pronosticar con exactitud si conseguiría mejorar ese tiempo anterior o no. Faltaban tan solo 200 yardas (aproximadamente 200 metros) y nada definido aún. ¿Sería esta la carrera de mi vida o nada más que un entrenamiento más, uno bueno, pero sólo un entrenamiento? Todavía estaba por verse.
Entramos en Central Park faltando pocas millas. La gente vitoreaba a los corredores, los motivaba llamándolos por el nombre que muchos tenían escrito en su remera. Yo imaginaba que todos esos miles de espectadores estaban allí nada más que para mí. Me sentí un héroe. Visualizaba mi cruce victorioso de la línea de llegada. Así se debe haber sentido Napoleón, pensé, al entrar en París a su retorno de la victoria de Austerlitz
En ese momento, mi leal compañero de tropelías, el hombre que ha estado conmigo en todas las maratones anteriores, y no sólo eso, también en todos los eventos de mi vida, MOY (Mi otro yo) me dijo: “Cuchame, hijo de xxxx, maricxxxxo, no me vas a aflojar ahora que casi estamos, ¿No?”
MOY no conoce límites cuando se trata de buscar nuevas formas de motivarme por lo que pido disculpas desde ya a las damas que lean estas líneas por el lenguaje un tanto vulgar de mi amigo.
Tengo que hacerlo, me dije, tengo que conseguir mejorar el tiempo de Londres. Puse toda la carne en el asador, le metí pata a fondo, puse quinta y salí en picada faltando unos 150 metros. Mantuve todo el tiempo en mi mente a los dos dioses de mi panteón aventurero, Ernest Shackleton y Erik Weihenmayer, quienes, como ocurre en todas las maratones, descendieron de la gloria y eternidad que se supieron ganar, para correr a mi lado. Nadie los veía, claro, salvo MOY y yo.
Terminé cruzando la línea de llegada a las 3 horas, 39 minutos y 40 segundos, o sea, 39 segundos menos que en London, estableciendo una nueva marca personal. Y completo una saga de siete maratones seguidas (São Paulo, Curitiba, Buenos Aires, París, Chicago, Londres y ahora New York) reduciendo el tiempo en forma sistemática de una para la otra. Un pequeño record que si no es para el Guinness, le pega cerca. I todo esto lo conseguí en tres años y ocho meses de duro entrenamiento, sin parar nunca en todo ese tiempo. Sin esponsor de ningún tipo, sin entrenador personal.
Los ganadores fueron Rob Rodgers (2:08:07, de 29 años de edad) y Joyce Chepchumba (2:25:56, 31), ambos keniatas. Rodgers dijo el sábado anterior a la carrera a la prensa que….” Si el líder se despega, iré tras él aún si por hacerlo muero al costado del camino” . No tengo dudas de que hablaba absolutamente en serio. Porque sólo los que están dispuestos a dar todo por conseguir la victoria, la alcanzan. Sólo ellos, la merecen. A pesar de su notable tiempo, estuvo lejos del récord del maratón de New York, que es (2:07:43) y aún más lejos del récord mundial, que detenta el marroquí nacionalizado norteamericano Khalid Khannouchi (2:05:38). Rodgers obtuvo 160 mil dólares por su trabajo de este domingo.
Más que destacable fue la perfomance de Marla Runyam's. Runyam es técnicamente ciega, eso quiere decir que sólo ve formas vagas y colores difusos. No ve, por supuesto, si tiene a alguien a la derecha o adelante, ni tampoco ve obstáculos. Corrió con la compañía de un ciclista que le daba información “Doblá a la derecha en 50 metros” o cosas así. Pero sólo una mínima parte de la información que todos nosotros obtenemos por los ojos. Para no darle ventaja alguna, ella debió retirar sus vasos de agua o líquido isotónico igual que cualquier de nosotros, sin ayuda de nadie. Así y todo salió quinta, un logro destacadísimo que se compara con el de Erik Weihenmayer (el ciego que subió el Everest)
Con mi tiempo terminé en el 15 percentil superior de todos los corredores y en el 20 percentil de mi grupo etario (hombres de 40 a 44 años). Y en la posición 4500 aproximadamente (digo aproximadamente porque por lo que expliqué, no aparecí en Internet) sobre 32185 corredores que completaron el maratón. Corrí la segunda mitad más despacio que la primera. Esta es la manera en que la mayoría de los corredores corren las maratones, pero no fue así que yo corrí Chicago y Londres. Pero esta vez el motivo era evidente: la segunda mitad de New York tiene cuatro puentes, toda la subida de la First Avenue y las colinas de Central Park, mientras que la primera mitad es casi totalmente plana.
La carrera comienza en Staten Island y por lo tanto tiene que atravesar el puente Verrazano (de dos millas o 3.6 kilómetros de largo) El Verrazano es a el maratón de New York lo que la avenida Champs Elysees es a la carrera parisina: el maravilloso escenario donde se toman las más memorables fotos de la gran fiesta. Fotos aéreas que muestran el puente colmado de corredores, flanqueado por las columnas, cables de acero y en última instancia las aguas del Hudson. Una toma hermosa, sin duda
Había corredores provenientes de 98 países diferentes (sin contar los EE UU, claro). Pero más de la mitad de ellos eran originarios de cuatro países: Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia en ese orden.
Yo amo Londres, pero francamente quería alcanzar mi mejor marca no en esa ciudad sino aquí en New York. Y esto por varias razones, no todas ellas fáciles de explicar. Entre otras, porque yo amo esta ciudad –hasta he escrito mi propia guía turística de New York- . Porque el año pasado traté por todos los medios de correr –era esa primera maratón luego de los atentados del once de septiembre- y no pude y esta carrera era de alguna manera una compensación por eso. Y una forma de compensar a New York y a mí mismo, por no habernos encontrado ni una vez en todo el 2001.
Aceptémoslo, gente, pronto cumpliré 45 años y estoy en una etapa de la vida en que el tiempo juega en contra de uno. Una etapa en la cual las chicas jóvenes comienzan a tratarte de “Ud.” en lugar de “tú” o “vos” como hacían hasta hace poco, claro síntoma de envejecimiento. Sé pues que no es demasiado probable que mejore aún más mi marca personal. Pero corrí New York a hice aquí mi récord. Nadie me quita lo bailado
Cuando uno termina un maratón, uno continúa caminando un rato, luego recibe comida y bebida, charla con otros corredores, recoge las cosas dejadas en el camión portabultos, se abriga y comienza a poner pies en polvorosa para marchar a casa, a una ducha caliente, a una comida en plato. Suerte o destino, pero algo hizo que me retirara del Central Park exactamente en el lugar donde hay un mosaico que dice en su centro “Imagine” (Se trata por supuesto de un homenaje a John Lennon, que vivía y murió a una cuadra de allí)
Imaginate, me dije para mi entretela, que todos los días fueran como este, que gente de todos los países tratara a los demás y fuera tratada como todos lo fuimos hoy en día. Confiando en los desconocidos, distribuyendo sonrisas por doquier. Imaginate, Berni, que todos fueran corredores allá en el mundo real….
Estoy y me siento feliz. Con esa sensación de logro alcanzado que sólo pueden darle a uno las maratones y las cumbres de las altas montañas. La vida es tan dulce
“No te pongas a descansar mucho rato” –ahora es MOY que me habla de nuevo- “tenemos que empezar a entrenar para el maratón de Madrid en abril, Bernardo”.
Odio a MOY, incapaz de gozar un segundo en la vida sin ponerse un nuevo objetivo. Comienza a ponerse frío y ventoso. A medida que pongo distancia entre la carrera y yo, su ruido se apaga, sus luces se desvanece. Con la gloria sucede algo totalmente distinto: ella es eterna.