
Como mis lectores saben, todos los textos que no puedo evitar escribir luego de subir montañas o correr maratones –la necesidad de escribir es más fuerte que yo- salen en castellano. Esto es así porque esas líneas tienen pretensiones de ser consideradas “literatura”, y la única lengua en que en ocasiones al menos puedo hacer que mis lectores no mueran de aburrimiento, es la de Cervantes. En esto no soy una excepción a la regla pues la mayoría de mis colegas –ahora me refiero a los escritores, no a los atletas- piensan y crean de la misma manera, en su lengua maternal. Beckett, Conrad y algunos otros son la excepción que justifica la regla.
Pero esta vez lo haré en inglés para no dejar a mis amigos anglosajones fuera de la película como siempre ocurre. Toda pretensión de corrección literaria queda, por lo tanto, abandonada.
No encontrarán tampoco mis usuales reflexiones de viajero –inspiradas en estilo en las de Goethe y Naipaul, como mis lectores “antiguos” quizás ya hayan notado- dado que la historia a ser narrada transcurrió en mi ciudad, la carrera se realizó sobre las calles y avenidas con ls que convivo diariamente. Y a mí me cuesta ver mi ciudad con ojos de viajero.
Supongo que ninguno de ustedes esperaba otro texto sobre otra maratón a tan poco tiempo de enviado aquel en el que relataba la de Berlín. Reconozco que yo tampoco. Pero hoy, domingo 2 de noviembre de 2003, se corrió la maratón de Buenos Aires. Yo no tenía intención de correrla, y esto por varias razones. Primero, que había tenido muy poco más de un mes para recuperarme de la de Berlín y esto es el tiempo mínimo necesario para correr con máximo rendimiento. Y segundo, porque correr 42.2 kilómetros en este momento no se condecía para nada con mi preparación para la maratón de Rotterdam (4 de abril 2004)
Así, pues, pensaba correr 20 ó 25 kilómetros el domingo y nada más. Pero el viernes me dije: “En lugar de correr otra vez alrededor de la Quinta Presidencial, ¿Por qué no entrar en la maratón y salirme en la mitad? Va a ser mucho más divertido”. Y fue lo que hice. Tan escasas eran mis intenciones de correr la maratón completa que el viernes cené con vino tinto, lo que hago todas las noches pero jamás en la semana previa a una maratón.
Desilusionante fue el número de atletas: 1011, comparados con los 35000 de Berlín. Evidentemente, correr distancias largas no es un deporte popular en la Argentina. Pero el día estaba fresco y soleado, perfecto para correr. Y las cosas sucedieron así: Cuando llegué a la media maratón, MOY me dijo: “Berni, hicimos un impresionante tiempo 1.38.27 en la primera mitad, el más bajo que hayamos hecho nunca, ¿Realmente vas a largar? Puede ser la oportunidad de nuestras vidas de clasificar para la maratón de Boston”
Se impone una breve explicación para los nuevos lectores, que tendrán que perdonar los “viejos”, pero siempre se incorpora algún nuevo corresponsal lo que nos obliga a reiterar algunas cosas. MOY es Mi Otro Yo, y es un ser “virtual”, como se diría ahora, que ha corrido conmigo todas mis carreras y no sólo eso, también ha compartido conmigo todas las experiencias de vida.
La maratón de Boston es la más famosa del mundo. En muchas áreas –al menos esto es lo que creen los europeos- el Viejo Continente ofrece el lado noble, aristocrático de las cosas mientras que los EEUU la faceta moderna y eficiente. Pues no es el caso de las maratones. La de Boston es la más sofisticada, elitista y aristocrática del mundo. Ni Londres, ni Berlín, ni París –y obviamente tampoco New York o Chicago- pueden comparársele. Y los motivos son simples. Boston es la única que se ha corrido ininterrumpidamente por más de cien años y por tanto, la más antigua. Y no sólo eso, es la única que requiere excelentes tiempos sólo para permitir que uno se inscriba en ella. Para todas las demás, basta con setenta dólares y dos piernas. No para Boston, sorry.
Así que cuando uno se para en la línea de largada de la maratón de Boston, sabe que el corredor que está al lado de uno, es uno de los mejores del mundo. De otro modo, no estaría allí. Boston es un mito de tal magnitud entre corredores, que cuando un grupo de nosotros sale a tomar una cerveza, si se acerca un corredor de otras latitudes y dice “Yo clasifiqué para Boston”, el silencio inunda la mesa. Aquellos que usan gorros o sombreros se los quitan en señal de respeto y al recién llegado se le ofrece una silla y se le invita con una cerveza.
En resumen, correr Boston es para un corredor amateur, lo que ser elegido para integrar el equipo olímpico nacional para uno profesional. Supongo que he explicado el punto con claridad. MOY continuó de esta manera: “Corrimos tan rápido, Berni, que podemos permitirnos correr la segunda mitad trece minutos más lento que la primera y aún clasificar para Boston. No sé que pensás vos ni me interesa, dale, pegale, corré hasta el final. ¡Te prohibo abandonar ahora!”
La vida es simple. En la relación que hemos establecido con MOY, él es el que da las órdenes y yo el soldado recluta. Así que no me quedaban muchas opciones aparte de seguir poniendo un pie delante del otro algunos miles de veces más.
Kilómetro treinta y pico: Alguien dice a mi lado: “El miedo y el cansancio son psicológicos”. La pura verdad.
Unos pocos kilómetros después, un cuarentón canoso grita hacia los corredores: “Al veterano, dale, metele, vos nos estás representando a todos”. ¿A quién le habla este fulano? me pregunté. Miro para atrás y para adelante y en el entorno sólo hay tres muchachos en sus veinte que claramente no podían ser los receptores del mensaje, por lo que no pude evitar concluir que el desgraciado me estaba hablando a mí. Consideré seriamente salir de la carrera y meterle una trompada en su lindo rostro bronceado pero esto hubiera tomado demasiado tiempo que en una carrera es oro, así que me lo tomé en solfa y le dije a uno de los muchachos a mi lado: “Seguramente te está hablando a vos”
Así llegamos a los últimos kilómetros y todo iba de maravillas. Un ciego corre ahora a mi lado y lo hará hasta el final. Su nombre es Osvaldo y corre, claro, con un amigo que hace de lazarillo. Yo le describo lo que pasa, los kilómetros que pasamos, la multitud, el ambiente, la belleza de Buenos Aires. Estoy en buen ánimo para hablar –que raro- y un ciego necesitando soporte psicológico es la excusa perfecta.
Kilómetro 41: Como ha sido el caso en mis nueve maratones anteriores, los Dioses de mi panteón, Erik Weihenmayer y Sir Ernest Shackleton aparecen vaya a saber de donde, y sin decir una palabra corren los últimos metros a mi lado. Llegamos así todos juntos al final – el ciego, su lazarillo, Erik, Sir Ernest, MOY y este servidor- en 3 horas 26 minutos y 15 segundos, lo que quiere decir que bajé más de siete minutos el que hasta ahora era mi mejor tiempo (precisamente el obtenido en Berlín) y califiqué para la maratón de Boston (el tiempo requerido para mi edad es 3.30). Llegué en la posición 142 de 690 que completamos la carrera. En mi faja etaria, hombres de 45 a 49 años, entré decimonoveno de 85.
¿Qué hizo la diferencia? ¿Cómo pude conseguir esto sin el religioso, obsesivo procedimiento que he seguido a rajatablas en todas las maratones anteriores?
Podría ser que ahora tengo menos pelo –my corte actual haría parecer hippie a un soldado-, pero no creo que esos pocos gramos hayan hecho la diferencia. Me inclino por otros dos motivos. El primero, que como yo no pensaba correr la maratón completa, corrí la primera mitad mucho más rápido de lo que normalmente lo hago. Esto me dejó margen para la segunda mitad.
La segunda razón es que desde que volví de Berlín, he corrido todo mi volumen –volumen quiere decir kilómetros por semana, en jerga de corredor- en mi cinta a velocidades muy superiores a lo habitual. El cuerpo se acostumbró a esas nuevas velocidades, supongo.
Para llegar a donde he llegado, he tenido que correr desde el 3 de marzo de 1999, cuando cambié mi estilo de vida del sedentarismo a la vida activa, 15700 kilómetros, estimo. La distancia que hay entre Buenos Aires y Kuala Lumpur. En cuatro años y ocho meses no he faltado un día a mi cronograma de entrenamiento. He tenido que correr a medianoche o a las cinco de la mañana para acomodar viajes de trabajo. He corrido en Chile, Uruguay, Brasil, Bolivia, Costa Rica, México, EEUU, Francia, Alemania, España, Reino Unido y por supuesto Argentina. He corrido de día y de noche, a nivel del mar y en la montaña. En playas, asfalto y en cinta. He corrido tanto que no puedo ya imaginar la vida sin correr
Hubo una sola cosa que me puso triste. Una sola nube oscureció mi de otro modo soleado domingo de gloria. Monsieur Mon Frêre (MMF) no estaba allí para compartir conmigo mi felicidad. Él es el único que no necesitaba estas torpes líneas para entender lo que este día significó para mí.