Cruce de los Andes 2005


You just have to believe you can make it (Sólo precisás creer que podés hacerlo)

Una de las carreras más reputadas de la Argentina es el “Columbia Cruce de los Andes”, evento que organiza el Club de Corredores que dirige con solvencia Sebastián Tagle y patrocina la casa de ropa outdoors norteamericana.
El “formato”, como se dice ahora, es el siguiente. La carrera dura tres días y consiste en atravesar los Andes de Argentina a Chile (o viceversa), cada año por un paso diferente. Este año fueron 88 kilómetros en total y el paso elegido fue el Hua Hum, provincia de Neuquén, Patagonia Argentina. Se acampa en las orillas de lagos paradisíacos a cuyas costas la organización ha llevado las carpas de los participantes, así como sus pertenencias generales. Se corre con una mochila pequeña, de hidratación, en la cual se carga el camelback (especie de bolsa de líquido de la que se puede tomar sin parar ni un instante de correr ni tener que bajar la velocidad) y elementos varios que la organización exige sean cargados por los equipos de participantes por si se presentara alguna situación de emergencia (ropa adicional, botiquín, vivisac para dormir a la intemperie, etc.).
Cada día el campamento es trasladado por la organización, durante las horas en que los corredores están haciendo su trabajo, o sea, corriendo. Uds. pueden hacerse una idea del espíritu que reina en un campamento gigantesco, que parece Plaza de Mulas para los que conocen el Aconcagua, donde hay 500 corredores de todas las edades y todos los sexos (que siguen siendo dos, creo). Buena onda y solidaridad forman el aire que se respira en ese campamento. Buen humor y ganas de pasarla bien son la sustancia de que está hecho el viento que viaja entre las carpas. Se charla con todo el mundo, sobre cualquier tema. Todos están predispuestos positivamente a socializar.
Yo tenía menos tiempo disponible que la mayoría de los corredores por lo que viajé en avión a Bariloche con Vicente, que se encontraba en igual situación. Vicente formaba pareja con Raquel, ambos amigos míos. Yo corría en pareja con Alejandro, a quien recién iba a conocer en la línea de largada y con quien sólo había tratado por mail. En el aeropuerto conocimos a Pablo Ureta, que resultó ser un corredor de elite que venía especialmente de Suiza para correr con Florencia Gorchs, la número uno en mujeres en carreras de aventura en la Argentina. El avión llegó tardísimo y nos perdimos el ómnibus de Bariloche a San Martín de los Andes, a tres horas de allí y de donde salía la carrera. Es claro que con Vicente “dimos un jeito” (encontramos la manera) de llegar. Pero lo hicimos tan tarde que ya no había tiempo de retirar las pecheras imprescindibles para largar al día siguiente. Felizmente Raquel, la coequiper de Vicente, y Ariel, su marido, estaban desde algún día antes en San Martín de los Andes y, advertidos de nuestro retraso por celular, se encargaron de absolutamente todo inclusive de nuestro alojamiento pues la capacidad hotelera del hermoso pueblo alpino había sido totalmente sobrepasada por el evento y no había una sola cama disponible.
El día siguiente, viernes 19 de febrero de 2005 (la precisión en la fecha puede parecerle a Ud. lector, innecesaria, pero recuerde que yo escribo para la posteridad, pensando en los lectores que disfrutarán de mi prosa a fin de siglo) comenzó la carrera desde las orillas de lago Lolog. Muchos de ustedes no son argentinos y no conocen el sur de este país. Y lamentablemente, tampoco lo conocen muchos nacionales. Déjenme decirles que es hermoso, de una belleza tan seductora y cautivante que ha llevado a cientos y miles de personas a abandonar todo en sus lugares de origen y continuar sus vidas allí. Pero no crean lo que yo digo. Miren lo que hacen los grandes millonarios norteamericanos. Se compran enormes propiedades en el sur –argentino o chileno, ambos maravillosos-. No lo hacen en la campiña francesa, ni en el interior de México ni en Ucrania. Sino en la Patagonia. Se construyen aeropuertos privados con capacidad de recibir jets, para usarlos como mucho media docena de veces por año. Si los que pueden elegirlo todo eligen nuestro sur, creo que no hay que agregar más nada.
Instantes antes de comenzar, cumplimenté mis tres cábalas, como hago siempre, sin excepción, en todas la carreras. Ellas son: persignarse a la manera tradicional, hacerlo luego “á la agnostique” que consiste en tocar el suelo con los dedos centrales de la mano derecha para llevarlos luego suavemente a los labios, y finalmente, mirar al cielo, con la vista en unos 45 grados respecto de la horizontal (o vertical) y proferir un: “God, in your hands I commend my spirit”. Fueron las últimas palabras de Cristo y quieren decir: “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Es claro que Jesucristo las dijo en hebreo, pero mi cábala es en inglés, vaya a saber por qué.
La primera etapa fue la más dura. Treinta y seis kilómetros de montaña, con algo más de 1200 metros de desnivel (en subida), terreno con piedras, troncos, ríos, de todo. Julián Peralta y Ramiro Paris de Tandil y Mar del Plata, y “los tucumanos” Luis Galvez y Rafael Lencina eran las parejas favoritas. No pudieron sacarse ni un segundo unos a otros por lo que cruzaron la línea de llegada de la mano los cuatro, que es como se le indica a la organización que debe tomar un único tiempo para todos.
Florencia Gorchs y Pablo Ureta, de quien nos hicimos amigos en el aeropuerto, ganaron en mixto (o sea parejas integradas por un hombre y una mujer). El primer campamento fue a las orillas de un lago de cuyo nombre no puedo acordarme, zona que es propiedad de la Gendarmería argentina. Por algún motivo que nunca fue explicado, -algo muy normal en las Fuerzas Armadas argentinas y supongo que en todas en general, tomar medidas absurdas sin que nadie sea capaz de explicar el motivo-, la Gendarmería obligó a los acompañantes a dejar los automóviles muy lejos del campamento. Ariel, el marido de Raquel, junto con Mauro, el hijo de ambos de apenas tres años y medio, iban como acompañantes en auto y nos reencontraban cada tarde en los campamentos. Nadie quería luego del esfuerzo realizado, hacer diez viajes al auto a buscar la garrafa, la comida, etc. Pero Ariel, que tiene una increíble actitud de colaboración y servicio se ofreció para ello.
El campamento fue un hermoso pandemonium, como ya he adelantado. Yo dediqué un buen rato a mirar con ojos de fotógrafo a mi alrededor. Alguna foto saqué, con la cámara de Raquel y Ariel, y probablemente esas fotos, si yo las incluyera aquí, describirían mucho más y lo harían mucho mejor que mis torpes palabras, lo que bullía en el lugar. Pero si yo recurriera a imágenes haría trampa. El desafío de un escritor es describir con palabras. Alguna vez fui aficionado a la fotografía, pero hace tiempo que prefiero la prosa. Supongo que es el flujo de la vida, el buscar constantemente una forma de expresión con la que nos sintamos cómodos.
Cientos de pares de zapatillas intentando vanamente secarse al sol, cuerpos destruidos procurando con igual éxito sanar sus heridas para poder correr al día siguiente. Pies desnudos apoyados sobre cajas pidiendo a Dios clemencia y masajes. Mendocinos abriendo vino tinto, gente lavando ropa, corajudos tomando baño en las heladas aguas del arroyo que iba a morir al lago, decenas de carpas levantándose para conformar una ciudad precaria que habría de desaparecer al día siguiente, viviendo así menos que un diario. Ariel, siempre Ariel, calentándonos agua para un té. Mauro poniéndole alegría al vecindario con sus jóvenes tres años, todos hablando con todos de carreras pasadas y futuras, de triatlones y duatlones, de escalar el Lanín o correr la Maratón de las Arenas en Marruecos, un médico enloquecido reventando ampollas, sacando uñas, atendiendo desmayos y lipotimias. Un alambrado cargado en toda su extensión de remeras todas iguales secándose al sol, hombres tirados en el pasto disfrutando de ese lindo paisaje que son las corredoras cambiándose de ropa, perros salidos vaya a saber de donde, olor a hamburguesas, unos belgas que tratan de encontrar quien hable francés, y mate, mate por todos lados acompañando como lo ha hecho siempre el ocio y la charla social de los argentinos. Éste recomendándole a aquél una crema para dolores musculares. Aquélla prestándole sin devolución a su vecino un huevo o un puñado de yerba. Todo esto y mucho más, veía yo desde mi silla privilegiada. Hablando de mi silla, cuando alguien me preguntó de dónde la había sacado, porque impresiona por lo liviana y cómoda, respondí: “yo la llamo la “Gran Magaldi”, por el amigo que me la hizo conocer”. Dos o tres carpas más allá, siento la voz de alguien que me dice: “Así que a vos también llegaste a esa silla por Magaldi”. Parece que no soy el único que lo conoce a Diego.
Yo miraba todo este panorama, decía, y me sentía bien. Me sentía feliz, francamente. Tanto, que me daba un poco de vergüenza decirlo pues la conversación rodaba sobre temas más concretos y yo no me atrevía a llevarla a un terreno más filosófico o conceptual. Pero Vicente que es menos inhibido dijo exactamente eso. Que qué más se precisa para ser feliz en la vida que estar con el cuerpo destruido, tomando mate entre amigos y rodeado de una humanidad deportista y comprensiva. No soy el único pensé, y esto me puso aún más feliz.
La noche fue fría, dicen, algo que yo no noté pues mi bolsa de dormir es la que uso en la montaña y con ella se puede dormir en la cumbre del Aconcagua sin pasar frío. Al día siguiente hubo que levantarse relativamente temprano a preparar el contenedor que cada equipo le da a la organización para que traslade de un campamento al otro. Estuvimos de campera y pantalón largo hasta que salió el sol. Es increíble cuánto aprecia uno al sol en las mañanas de montaña. Hasta que al mediodía lo cocina a uno, claro, y uno preferiría que se fuera por un rato al menos. Los rayos solares empezaron a caer sobre las carpas y la humedad de los sobre techos al evaporarse, hacía que las carpas parecieran chimeneas. El “humito” que salía de ellas, completaba la bruma que todavía se apoyaba sobre la superficie del lago.
Así pues, llegó la hora de comenzar la segunda jornada. Fue mucho más simple que la primera, “apenas” 22 kilómetros y con menos desnivel. Lo vivimos todos como un paseo dominical con la familia por el parque, poco más que eso. Terminamos en el lago Nonthue, que es una especie de prolongación del más famoso lago Lacar (se unen ambos mediante un angosto estrechamiento de agua llamado “la angostura”). Las aguas del lago, contra lo que es frecuente en la Patagonia, estaban templadas, por lo que todos, a medida que llegábamos nos adentrábamos en el agua para aflojar los exigidos músculos de las piernas. Otra vez, marplatenses y tucumanos llegaron juntos, ganando los primeros por tan solo un segundo, lo que es menos que nada en una carrera tan larga. Todo hacía imaginar un duelo de titanes para la tercera y última etapa.
El segundo campamento fue, en términos generales, una variación del primero ya descrito. Al igual que al final de la primera jornada, la organización nos reunió para darnos la cena, mostrarnos un video de lo ocurrido en el día y contar detalles de lo que encontraríamos al día siguiente, tercera y última jornada de la carrera. La organización fue notable en todo sentido. La cena buena y en hora, los horarios se cumplieron todos, los contenedores con nuestras pertenencias siempre llegaron al lugar donde tenían que estar, en el momento en que los esperábamos. Quien como yo ha organizado eventos masivos, sabe que esto implica un monumental desafío logístico para los organizadores, que fue completado por ellos a total satisfacción de nosotros los corredores.
A esa altura las deserciones eran numerosas. Las lesiones y el agotamiento, diezmaron al pelotón. Tuve la oportunidad de conocer a Claudio Di Stefano, un periodista al que conoce todo el país, pues a toda persona de cualquier ambiente a la que le he hablado de Claudio, dice conocerlo. Habíamos cambiado muchos mails, pero no nos conocíamos personalmente. Claudio es periodista económico pero aficionado a las carreras. Es uno de los pocos que ha corrido la célebre Maratón de las Arenas en Marruecos. No es un gran corredor y él lo sabe, pero es una gran persona y un buen escritor y un gran periodista. En el primer día se esguinzó un pie, algo que hubiera hecho abandonar a más de un profesional. Claudio se bancó el segundo día, aunque tuvo que caminar, y el tercero, en el que ya pudo correr. Tiene lo fundamental: alma de corredor, porque de otro modo no hubiera continuado.
No he hablado en detalle de mis compañeros. Como dije, una pareja la formaban Raquel y Vicente y la otra Alejandro “el alemán” Krautner y este servidor. Alex resultó ser corredor de elite, es pareja de Florencia Gorchs en las carreras del circuito YPF (Flor corre con Pablo Ureta en ciertos circuitos y con Alex en otros, es la mujer más codiciada, pues es la más rápida). Cuando le pregunté en cuanto hacía los 10 K y me dijo 33 minutos casi se me atraganta el pollo en el esófago. Para los que no tienen idea de lo que esto representa, el récord mundial es 27 minutos y yo demoro 42 para recorrer esa distancia. Cuando le pregunté como salían con Flor en el circuito YPF me dijo: “En mixtos ganamos siempre. Y hasta en la general ganamos las últimas cuatro veces”. Ahí si que me quedé preocupado. ¡Con qué “monstruo” te metiste a correr, Berni!
Pero Alex resultó el mejor de los compañeros posibles. En todo momento me alentó y me ayudó a dar todo de mí. Nunca había usado reservas tan interiores, reservas que creía inexistentes. Pero debo ser franco, Alex me dio no sólo apoyo moral. También me empujaba físicamente muchas veces. Acostumbrado a correr en equipo mixto, donde el hombre empuja a su compañera para aumentar la velocidad promedio del equipo, Alex me empujaba a mí como normalmente hace con Florencia. Así, yo pasaba corriendo a veces en subida a otros corredores que subían caminando. En realidad, yo estaba caminando, pero el empuje de Alex hacía la diferencia entre caminar y correr.
Si hay algo que Alex hace particularmente bien y rápido, es bajar. Corre cuesta abajo a velocidades que dan vértigo. Yo no podía hacer nada parecido ni el primer día ni el segundo. Pero para el tercer le agarré la mano y terminé bajando casi a su velocidad. “Por fin aprendiste” –me decía- “bravo”.
El último día eran 30 kilómetros pero con poca subida, una gran bajada y un terreno mucho más fácil pues en gran parte eran senderos, no montaña propiamente dicha. La largada de esta tercera y última jornada quedará en mis retinas para siempre. Caminamos hasta un estrecho canal natural que une los lagos Nonthue y Lacar. Allí, botes y gomones de la Prefectura Naval Argentina nos cruzaron hasta la otra orilla. Fueron decenas de viajes. Parece el desembarco en Normandía, pero sin los alemanes, pensé. Mientras tanto, el sol apuraba el paso y asomaba por sobre las montañas inundando todo de luz y calor. Algunos corredores calentaban y elongaban, otros tomaban agua y todos reíamos mientras nos sacábamos el abrigo y nos preparábamos para largar. Qué privilegiado que soy, pensé, en poder disfrutar de todo esto. En tener los medios económicos y la salud que me permiten estar acá. Casi se me “pianta” un lagrimón, pero no era momento para sentimentalismos.
Un par de horas después, se cruza la frontera y luego, ya en Chile, se atraviesa una pasarela algo peligrosa. Alex y yo sabíamos que de la pasarela al final, había sólo ocho kilómetros. Yo estaba perfecto, sin dolor muscular alguno. Me sentía para salir a matar. El corredor competitivo que todo runner lleva dentro afloró en mí en ese momento. En el corazón de todo hombre, vive el alma de un guerrero, decía una pantalla de “El último samurai”. Yo creo en eso. Y no solo mantuve el ritmo sino que lo aumenté un poco. Y me puse como meta alcanzar a un corredor que nos llevaba como un kilómetro. Costó, pero desde que le puse la “mira telescópica” en la espalda, el pobre tenía los minutos contados. Faltaban dos K cuando lo pasamos “como alambre caído” como se dice en mi tierra. Y seguimos más y más rápido y yo había entrado en ese estado de onnubilación que producen las endorfinas y gritaba a los PCs (ayudantes de la organización que marcan el camino) canciones épicas, de victoria. Cruzamos la línea de llegada en un tiempo excelente y de la mano Alex y yo. Yo quería seguir corriendo, juro, nada deseaba más en la vida. Terminamos en la posición 34 de 250 equipos, algo realmente increíble para mí.
El lago chileno donde terminó esa ventana al paraíso que fueron estos tres días, se llama Pirihuelco y no lo conoce nadie, tampoco yo, que he pasado muchas vacaciones en el sur del hermano país trasandino. No es de extrañar pues el “pueblo” son seis casas, un bar y dos carabineros, aunque me parece que estos vinieron para la ocasión. Formar pareja con un corredor de elite me dio la oportunidad de charlar con los “grandes y famosos” casi de igual a igual. Esto también fue grato. En esa playa chilena éramos 500 cuerpos fundidos en un solo corazón, un solo anhelo. Nos hidratamos, comimos lo poco que había para comer, nos cambiamos de ropa y emprendimos el regreso a nuestros lugares de origen. A Vicente y a mí esto nos implicó una pequeña gran odisea de taxis, combis, remises, aviones y aeropuertos, pero que no tiene mucho interés que detalle. Todo ser humano contemporáneo la ha vivido alguna vez.
El duelo entre las dos parejas de corredores punteras que todos esperábamos no se produjo o se desdibujó. Sucede que ambas parejas se perdieron. Ellos dijeron que en un lugar la señalización no era buena. No es así. Todo estaba perfectamente señalizado, lo que sucede es que a la velocidad que corren estas personas, no da el tiempo para el proceso mental que implica mirar una señal, mandar la imagen al cerebro, procesarla y desde el cerebro mandar una orden a las piernas con la dirección correcta. Todo esto es demasiado lento para sus ritmos. Terminó ganando el que iba cuarto, porque la tercera pareja también se perdió, así como la de Florencia y Pablo.
Así como estas líneas llegan a su fin, lo hizo también la carrera. Queda en nosotros, en todos y cada uno de los que vivimos la experiencia, una sensación inigualable. Yo no suelo correr una misma carrera dos veces, porque creo en el devenir no repetitivo de la vida, algo así como el río de Heráclito. Porque creo que un corredor es como un marinero, que como decía Neruda, besa y se va. Correr en un lugar, irse, correr en otro. Siempre moverse. No vuelvas a una montaña cuya cumbre ya has hollado, no llames a una ex novia aunque tengas la cama fría. Cuídate del síndrome de la mujer de Lot (la que se convirtió en estatua de sal por mirar para atrás). En palabras de Memphis la Blusera, “tocar y partir. Rodar o morir”. Pero con esta carrera haré una excepción. Sí o sí estaré en la línea de largada el año que viene. Por nada del mundo me la pierdo.
Ha llegado la hora de explicarles el motivo del título. Quienes me leen hace tiempo saben que me gusta incluir en los relatos, sucesos del deporte que estén ocurriendo más o menos con simultaneidad con la carrera o el ascenso que estoy describiendo. Al volver de la montaña a la civilización, me enteré que Ellen MacArthur, una británica de 28 años se convirtió en la primera mujer en dar la vuelta al mundo en solitario y la persona más joven en hacerlo. Y que bajó el récord masculino en un número importante de horas. Leí que de chica, ahorraba la plata que sus padres le daban para comprar almuerzo en el colegio, para un día comprarse un barco. Ella supo siempre que llegaría a ser la número uno en el mundo en lo suyo, lo que hoy consiguió. Así son los grandes. Lo que distingue a Reinhold Messner o a Lance Amstrong o a tantos otros, no es fundamentalmente su condicionamiento físico. Es su empuje, su voluntad, su preparación mental. Gente que no está dispuesta a aceptar una derrota, gente que cree profundamente en si misma. Cuando le preguntaron a Ellen MacArthur como había conseguido tamaña hazaña, contestó con la frase que usé para titular estas líneas.

Lea ahora el título con calma y medite sobre él. Luego vaya y juéguese por lo que siempre soñó. Ud. puede concretar su sueño personal como lo hizo Ellen.