La media maratón de Buenos Aires es de lejos la carrera argentina más visitada por extranjeros, especialmente brasileños, pero también de muchos otros países. Llegan a ser dos mil de poco más de cinco mil corredores en total. De hecho, recuerdo que en los años en que viví en Brasil, era la única carrera de este país que mis colegas corredores del país hermano pensaban correr un día.
Ayer esta importante competencia atlética tuvo lugar una vez más en el corazón de Buenos Aires. Arranca y termina de Plaza de Mayo, centro político aunque no geográfico de la ciudad. Pasa por San Telmo, Puerto Madero y parte del microcentro. En Plaza de Mayo hemos alguna vez vivado a Perón, festejado la recuperación de las Malvinas, allí guardan aún las columnas de mármol las huellas de las balas con que se derrocó a Perón en 1955, allí apoyamos a Alfonsín cuando la sublevación de Rico, allí hacen desde hace casi treinta años su semanal ronda las Madres de Plaza de Mayo y tantas otras cosas. Las calles del microcentro, que en los días de semana están atestadas de hombres y mujeres que corren frenéticos con sus portafolios apurados por el cierre de un banco o el vencimiento de un compromiso de pago, ayer domingo vivían otro aire. Miles de corredores en zapatillas, alegres, solidarios como somos y totalmente decontracturados, tratábamos de demorar el momento de sacarnos los abrigos pues estaba frío. El invierno se resiste con firmeza a abandonar la ciudad.
A minutos de comenzar la carrera, el locutor dijo: “Hace una temperatura ideal, fresca, el sol acompaña tenue sin calentar, el circuito es plano. Hoy es día para ir por marca personal”. No podía haber dicho una verdad más grande. Yo además había hecho todos los deberes: un día y medio de carbolading, ni más ni menos que lo que pide la distancia, hidratación fuerte desde 36 horas antes, descanso el día previo con media hora de flexibilidad, y por supuesto, todas mi cábalas faltando segundos para la largada. El mismo pantalón con el que corrí mis 13 maratones de 42,195 Kms, la misma remera, mi persignación a la manera tradicional seguida de mi persignación “á la agnostique” como yo la llamo -que consiste en tocar el suelo y luego los labios con los dedos centrales de la mano derecha-. Finalmente, miro al cielo con la vista a 45 grados respecto de la horizontal o vertical y digo en voz baja pero audible: “God, in your hands I commend my spirit” (Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu). Fueron las últimas palabras de Cristo. Si todo esto le hace pensar que mi agnosticismo es un tanto peculiar, pues no se equivoca.
Nos deseamos suerte con Juan, Juancito, Ruben, Raquel, Walter y Vicente, y largamos.
Comencé a disfrutar de eso que amo: correr. Allá por el kilómetro 11 encontré un hombre que claramente corría a mi ritmo. Resultó ser un ex 1.20, o sea, un atleta que supo correr la media maratón en una hora y veinte minutos, un tiempo muy notable. Pero tuvo un accidente automovilístico serio que lo llevó a terapia intensiva y lo alejó del deporte por tres años. Aún hoy tiene tornillos de acero en una pierna. Nos fuimos motivando el uno al otro, compartiendo agua, contándonos la vida en frases cortas, hasta que en el kilómetro 16 o 17 me dijo: “Yo creí que nunca podría volver, pero Dios te puso en mi camino para que esto pudiera ser” No pueden imaginarse lo que sentí. Yo tengo respeto por los invencibles, los Schumacher de este mundo, aquellos que todo lo han ganado sin haber conocido nunca, o casi, el polvo de la derrota. Pero admiración, es algo que me provocan no los que no han caído, sino los que han sabido levantarse, Como Marcos Corti, Eric Weihenmayer y tantos otros. Como Carlos, que así se llama mi nuevo compañero “de armas”. Que él, alguien que le vio la cara a la Parca y volvió a correr con clavos en la pierna me agradeciera a mí, me movió el piso, el alma, me hizo encontrar fuerzas donde ya no las tenía. Yo ahora tenía que estar a la altura de tamaña frase. “Si querés pasarme dale, no se sientas obligado a seguir conmigo” –me decía-, “yo ya no tengo piernas, estoy corriendo a puro coraje, sólo para mostrarme que puedo”. “No se precisa otra cosa que eso que ese coraje que a vos te sobra, Carlos, para ser fondista, dale, no jodas, apurate o te vuelvo a quebrar la pierna” bromeaba yo.
Yo suelo tomar durante unos cuantos meses, una de mis citas motivadoras –reunidas todas ellas en un texto que le he enviado a varios de ustedes- y hacer de ella mi eslogan psicológico fundacional por ese período. Soy un devoto creyente en la importancia de la fuerza de la cabeza en un fondista. Mi frase hoy en día es la de Steve Prefontaine (un notable fondista norteamericano cuya vida está relatada en la también notable película “Without Limits”) que dice: “Muchos corren para ver quien es el más rápido. Yo corro para ver quien tiene más cojones”. El sólo pensar la frase me dio nuevas energías.
Así seguimos hasta que faltaban menos de 500 metros. Allí yo saqué las fuerzas que siempre guardo para el sprint final y vi que Carlos se quedaba. “Vamos a terminar juntos, así que metele”. “No aflojes, vos seguí que te sigo de atrás”. “Sólo falta dar vuelta a la plaza” le grité sin verlo pero para asegurarme que seguía detrás mío. “Sí, y terminamos, dale Bernardo”. Crucé la línea de llegada en históricos 1.33.20, un minuto menos que la que hasta ahora era mi mejor marca personal, obtenida en mi mejor momento, un mes antes de ir a Ámsterdam, que fue mi mejor maratón. Apenas me di vuelta y Carlos cayó en mis brazos y nos fundimos en un beso y una abrazo que sólo pueden comprender aquellos de ustedes que corren.
Como Dios es corredor, en ese momento campeaba un sol lindo y afectuoso, que permitía pasar un tiempo en la calle sin pasar frío, saludando colegas, compartiendo felicidad y anécdotas, mientras uno elongaba, se cambiaba de ropa o reponía energías con una manzana. Mis amigos del Gym 19, un grupo que lidera y coordina mi amigo Gabriel Szkolnik, hicieron una gran carrera. Varios de ellos mejoraron sus tiempos, lo que es una muestra cabal del profesionalismo de Gabriel. Hacer mejorar a uno ya es difícil, pero hacer que mejoren varias personas de perfil atlético diferente, como es el grupo necesariamente heterogéneo que él maneja, es sólo para profesionales serios de la Educación Física. Yo estoy seguro que Gabriel ayer disfrutó de esto aún más que de su notable tiempo personal.
No todos los días uno establece un nuevo PR o marca personal, cuando lo hace, el día pasa a ser muy especial para un corredor. Pero lo especial de este domingo de septiembre aún no había terminado.
A la tarde llevé a mi hijo Mauricio a una competencia de Tae Kwon Do. Acaba de cumplir 14 por lo que competía en la categoría 14 a 16 pero en su extremo inferior. Esto, sumado a que tiene el tamaño de un niño de 12 y muy flaco, hacía que no importa el contendiente que le eligieran, sería mucho más grande que él. Efectivamente, le sacaba una cabeza completa. Esto, sumado a la importante escoleosis que padece Mauri, le daban poca o ninguna chance en la “pelea”. Lo pongo entre comillas porque no hay en ella golpes propiamente dichos sino que sólo se “marcan” las patadas (felizmente). Pues bien, empató la pelea y ganó la segunda parte de la competencia (elaboración de formas propias del deporte) por lo que terminó con dos trofeos que le produjeron una evidente alegría y orgullo. Yo sentía lo mismo, quizás aún más potenciado.
Para terminar el día, los dos triunfadores nos fuimos a ver “El Luchador” (Cinderella man), una película que narra la gesta de James Braddock, un boxeador norteamericano de la década del 30 que luego de haber sido considerado viejo y acabado por todos, volvió y nada menos que para conquistar el título mundial de los pesados. En todas las peleas de su segunda etapa, posteriores a su regreso, las apuestas no lo favorecieron ni en una sola. Pero ganó todas. La última contra Max Baer, entonces campeón mundial y que había matado a más de un contrincante sobre el ring. Yo no pude evitar llorar, como las adolescentes lloran en los filmes románticos, yo lloro en los épicos. De pronto, me puse de pie –no había nadie detrás de mí por suerte- y como sin quererlo puse la cabeza entre los puños y protegí mis laterales con los codos. Lanzaba jabs y combinaciones y derechazos hacía el vacío oscuro de la sala y me oía susurrar: “dejalo lanzar la derecha, esquivala y enseguida aprovechá que queda sin guardia, destruílo Jim”.
“El Luchador” es de esas películas que todo deportista tendría que ver. Como “Carrozas de Fuego”, “Tierra de héroes”, (Seabiscuit en su idioma original) o “Forrester Gump”. El crítico de La Nación dijo, con el claro propósito de socavar el filme, que “El Luchador es totalmente previsible, uno sabe en cada momento qué va a ocurrir”. Es una biografía, amigo, es claro que todos sabemos como fue la vida de Braddock. Es como acusar a una película de la Segunda Guerra, de develar al principio que la ganaron los aliados. Pero el criterio de belleza de un crítico pasa por formas esotéricas. El mío y el de mis colegas deportistas, pasa por la Fortidude. Una película es grande, cuando inspira, motiva, sirve para seguir entrenando todos los días.
Braddock terminaría pasando el título –prefiero decir “pasando” que “perdiendo”, creo que describe con mucha mayor justicia lo ocurrido- dos años después a Joe Louis. Vale decir que a esa altura podía haber sido el padre de Louis, y la edad en este deporte es fundamental. Y que Louis, junto con Rocky Marciano fue uno de los más grandes boxeadores de todos los tiempos. Así y todo, se dio el lujo de mandar a Louis a la lona unos segundos, antes de que “The Brown Bomber” lo noqueara en el octavo.
Braddock nos mostró a todos con su retorno que nadie es demasiado viejo para volver si tiene Fortitude. Fue un ejemplo de vida, como lo son Carlos mi compañero de carrera de hoy, como también hoy fue Mauri.
Así terminó, lo que para mí fue un Domingo de Gloria.