One day I´ll go to heaven. Then I´ll say: It ain´t bad, but it ain´t San Francisco
Herb Caen
(Un día iré al paraíso. Entonces diré: No está mal, pero no es San Francisco)
Veintidós años. Tal el tiempo transcurrido desde que dejé el área de la bahía de San Francisco, luego de algo más de dos años de vivir, estudiar y trabajar en Berkeley, el campus más famoso de la Universidad de California y uno de los mejores centros de estudios terciarios del mundo. Berkeley está ubicada en el interior de la bahía, a unos cuarenta minutos de San Francisco por subterráneo, que dicho sea de paso, atraviesa la bahía descansando sobre su lecho.
Este retorno me produjo todo el tiempo una sensación curiosa: volver a ver los lugares y pisar las calles que había conocido por primera y única vez en mis años mozos. Aquella juventud que García Marquez describió tan maravillosamente como los años en que “éramos bellos, jóvenes e indocumentados”. Pensar en el tiempo transcurrido es una manera de demostrar la falsedad del dicho tanguero que dice que veinte años no es nada.
Viajamos con Bárbara desde Buenos Aires. Bárbara, que vive en Toulouse, hacía aproximadamente un mes que estaba conmigo en Buenos Aires. Su presencia, su compañía, sumadas a la fuerte personalidad de la ciudad californiana, hicieron de la estadía un recuerdo memorable.
Nos alojamos en un hotel económico pero muy bien ubicado, a dos cuadras de Union Square y en una calle de tiendas y cafeterías elegantes y de buen gusto. Salir a pasear por librerías luego de la cena –uno de mis paseos nocturnos preferidos- era perfectamente posible en el barrio en el que nos encontrábamos.
En nuestro segundo día en la ciudad, compré una cámara de fotos Nikon digital del tipo SLR, o sea reflex, con lentes intercambiables. Esto permite usar las lentes de esa marca que yo ya poseo y al no tener que invertir en lentes, se consigue una cámara de muy buen nivel a un precio más razonable. La calidad de la cámara, su versatilidad y la libertad de disparo que da el hecho de ser digital, hicieron renacer en mi el fotógrafo aficionado que brevemente fui cuando tenía poco más de veinte años. Entonces fotografiaba en blanco y negro –cualquier otra cosa habría sido considerada una concesión a la frivolidad por el Bernardo de entonces- Hasta revelaba y ampliaba mis propias fotos, lo que hacía en el laboratorio fotográfico de la Facultad de Ingeniería en Montevideo, donde trabajaba y estudiaba. Quien lo operaba antes que el golpe militar de 1973 terminara con la que alguna vez fue la más sólida democracia de América del Sur, tuvo que exiliarse en forma brusca. Eso hizo que yo encontrara un cuarto oscuro que había permanecido años sin uso, como una tumba egipcia, digamos. Y lo tuve mucho tiempo disponible para mi uso exclusivo.
Esos días volvieron de alguna manera, decía, y volvió la sensibilidad a la luz y el ojo que mira permanentemente al entorno en busca de una composición adecuada para ser fotografiada. Porque aunque cámaras como la mía actual hacen que –creo que lamentablemente- hoy se puedan sacar buenas fotos sin reflexionar demasiado sobre cosas como profundidad de campo o distancia focal, la tecnología no ha cambiado lo esencial: sigue siendo patrimonio del fotógrafo la decisión de qué poner frente al lente de su cámara. La composición, en suma. Bien miradas, la fotografía y la literatura tienen mucho en común. Ambas requieren salir y exponerse al mundo, abrir los ojos y dejarse influir por lo que nos rodea. Se escribe y se fotografía aplicando técnica sobre los recuerdos e impresiones que la vida nos ha grabado en el alma.
Pero hablábamos de San Francisco. Un amigo –que lee estas líneas- me dijo una vez que San Francisco tiene engañado al mundo. Se refería a que su fama es tal que las personas piensan que se trata de una ciudad del tamaño de Londres o París, cuando en realidad, tiene algo menos de 800 mil habitantes. Ubicada en una península, su trazado urbano contiene innumerables subidas y otras tantas bajadas, desniveles todos que hiciera famosos la serie televisiva “Las calles de San Francisco”. Si Ud. nunca escuchó hablar de este programa siéntase feliz, pues da idea de su juventud, ya que la serie tiene unos treinta años.
Un día fuimos a Berkeley, para que Bárbara conociera la universidad en la que estudié. Julio es un mes de receso estival, por lo que el campus estaba lejos de mostrar el bullicio que lo caracteriza cuando los estudiantes retornan de visitar a sus familias en los diversos estados de la Unión. Aunque con algunos elegantes edificios nuevos por aquí y por allá, el campus es esencialmente el mismo que dejé en 1984. La cercana “Telegraph Avenue”, entonces la calle central de la vida estudiantil y llena de librerías, ha perdido tales características para adquirir un cierto aire de tugurio que debería preocupar a las autoridades municipales.
Otra jornada fuimos a la costa de la bahía, a sacar fotos del famoso puente “Golden Gate” y de la igualmente renombrada isla Alcatraz, que tiene una forma de barco que no había notado veinte años atrás. Visitamos, no podía ser de otra manera tratándose de dos ratones de biblioteca como nosotros, la mundialmente reconocida librería “City Lights”, donde naciera el movimiento jipi de los EE. UU. en los lejanos sesenta. Pese a estar en un barrio muy frecuentado hoy por turistas, City Lights no ofrece ni guías turísticas ni libros de los llamados “objetos”, o sea, esos con enormes fotos de trenes y flores o similar, que los pequeño burgueses colocan debajo del vidrio de sus mesas ratonas. Solo libros en el sentido más tradicional del sustantivo, sin siquiera carteles prolijos que indican temas “Autoayuda”, “Filosofía”, como acostumbran las cadenas. No. Aquí el orden subyace y lo entiende perfectamente cualquier buen amante de los libros. Da gusto ver que aún existen librerías como esta y que consiguen mantenerse abiertas sin hacer la menor concesión al mercado.
Nos alojábamos en las proximidades del Barrio Chino, que pasa por ser la “ciudad” con mayor número de chinos fuera de China. Allí compramos una vez un plato hondo y grande, una fuente o bowl, que necesitaba para cocinarme pastas los días previos a la carrera, esa proceso alimenticio que los corredores llamamos carga de carbohidratos y que consiste en no comer más que pasta tres veces por día, durante tres días. Yo había llevado de Buenos Aires una olla metálica, pero en el hotel solo había disponible un microondas, de ahí que me vi obligado a comprar algo de cerámica donde hervir el agua. Dado que costaba igual uno liso y blanco que uno lleno de ornamentos chinos, opté por uno de estos últimos, para tener en el fondo del plato, un dragón que asumí, sería mi talismán de la suerte.
Aunque todo el mundo considera a la calle Grant como el centro del barrio chino, la misma está plagada de turistas y de comercios destinados al consumo de estos trashumantes modernos. Mucho más interesante es su paralela, Stockton, oriental legítima y donde se ubican comercios que abastecen de comestibles a asiáticos de todos los países. Ellos vienen inclusive los sábados en colectivo, a comprar olores y sabores que, adecuadamente mezclados en sus casas, haciendo uso para ello de antiguas habilidades culinarias, se transformen en alimentos que les hagan recordar el lejano continente asiático, el pago, como diríamos en mi tierra. MMF hubiera adorado esta calle, le comenté a Bárbara, pues él es un apasionado de las rarezas orientales.
Sorprende lo ordenados y limpios que son los originarios del continente amarillo. Pese que como dije la calle está llena de supermercados y verdulerías, que generan como residuo de su actividad comercial, cajas de cartón y hojas de vegetales en gran cantidad, todo luce limpio. Constantemente hay alguien barriendo o desarmando las cajas para que un camión luego las retire y deje la zona limpia. Me preguntaba como estaría esa calle si hubiera sido occidental, o al menos, sudamericana.
San Francisco sufrió en 1906 un terrible terremoto –7,8 en la escala Richter- que destruyó buena parte de la ciudad y, al igual que los incendios de Chicago y Londres, representó una única oportunidad de repensar la ciudad del punto de vista urbanístico. Y es claro que lo que durante años fue un recuerdo trágico, el capitalismo consumista de estos tiempos consiguió transformarlo en artículo de venta, en producto, como se dice. Hoy venden libros de fotos, remeras y todo tipo de “merchandising” alusivo al movimiento telúrico. Hubo en los últimos veinte años otros dos terremotos grandes, aunque más débiles que el de 1906. Se espera uno, el que llaman “Big One” para algún momento en el futuro próximo. Aunque, claro, nadie puede decir cuándo.
Así llegamos al domingo 30 de julio de 2006, día en que se correría la maratón de San Francisco. La mayoría de las maratones urbanas comienzan a una hora razonable, digamos cerca de las ocho de la mañana. Excepciones a la regla, entre las que he corrido, son Boston, que comienza al mediodía, y San Francisco que lanza la voz de “aura” ¡a las 5.30 de la mañana! Hay dos motivos para tan tempranero comienzo. Uno de ellos se lo cuento ahora y es evitar el calor. Esto prometía ser especialmente importante este año, pues la canícula había azotado al estado de California los días previos –llevándose la vida de 141 personas, en general, gente que vivía sola y de bajos recursos-. Pero San Pedro, que como todo el mundo sabe es corredor, hizo que la ola de calor finalizara uno o dos días antes de la carrera, que finalmente gozó de una temperatura de 12 grados de punta a punta, algo de lo que uno no se puede quejar.
Pero yo amanecí, lo que no me había ocurrido nunca antes, con fiebre, sudor frío, diarrea y profundo malestar general. Faltando setenta minutos para la largada, Bárbara hacía lo que podía para secar el sudor de mi cuerpo que yacía postrado en la cama del hotel. Pero yo no había viajado de tan lejos para desertar por tan poco. Se requiere algo más que fiebre y diarrea para hacerme bajar de una carrera. Así que hice de tripas corazón, convoqué a la Fortitude que poseo, me puse un cuchillo entre los dientes –en sentido figurado- y nos fuimos juntos, yo a cumplir con mi deber, a Embarcadero, el barrio costero y elegante de donde arranca la maratón.
Un corredor local, cuando le expresé mi temor por las subidas que un trazado de 42,2 kilómetros no puede evitar por mucho que lo intente en una ciudad de las características de esta, me dijo: “Ohhh, no es para tanto, hay una sola subida”. Maldito bastardo, pensé casi cuatro horas después al terminar la carrera, lo que no me dijiste es que esa única cuesta …¡va desde la línea de largada a la de llegada!
El desnivel vertical, o sea, la suma de todas las alturas que hay que remontar –más allá de que en algún momento se las desciende, si no la carrera no terminaría donde empezó- es de 168 metros. La distancia que separa el suelo de la azotea…¡de un edificio de 56 pisos! Si se suma esto a los 42195 metros que hay que correr, subir esos 168 metros resulta tan duro como escalar el Everest. Y hablando de escalar, cuando vi la altura a remontar para llegar al Golden Gate, me dije que buena utilidad me hubieran prestado mis grampones, piquetas, arneses y soga de montaña en la ocasión, así de agresiva era la pendiente.
Entonces comprendí el segundo motivo por el cual la carrera se larga tan temprano: para que el corredor medio atraviese el “portal dorado” –tal la traducción literal del nombre del puente- a la hora en que el sol sale a iluminar la bahía. Pena que los corredores no disponemos de demasiado tiempo para estas linduras, cuya contemplación nos haría perder segundos o minutos preciosos. Del extremo norte del puente, donde está el recoleto barrio de Sausalito, se tiene una vista del perfil edilicio de San Francisco que quitaría el aliento, si no fuera porque a uno ya se lo quitó la carrera para esa altura.
En mis quince maratones previas, nunca tuve necesidad de parar para ir de cuerpo. Siempre manejé mi nutrición previa para evitar esto. Pero la colitis que me aquejaba en esta oportunidad me obligó a hacerlo este domingo en tres oportunidades. En dos de ellas encontré cerca un baño químico de la organización, pero en una no había tiempo para esperar. Y es claro que cuando no hay baño, tampoco hay papel. Así que pueden imaginarse como olía mi trasero la segunda mitad de la carrera. Mejor dejamos la descripción de esta aventura –o desventura- aquí pues me leen damas y sería impropio explayarse en más detalles escatológicos. Cabe hacer notar en mi defensa que mi caso no fue el primero ni el más resonado: en las olimpíadas de Sydney en 2000, le ocurrió al representante brasileño ¡y ante las cámaras de televisión!
Aproximadamente en la mitad de la carrera, etapa que transcurre en el parque Golden Gate, apareció Bárbara en dos oportunidades a darme aliento y sacar fotos. Algo que me ayudó mucho, como ya lo hizo en Barcelona y Budapest.
Llegamos a la milla 20 –kilómetro 32- en la que un espectador sostenía un gran cartel que rezaba: “From now on, its all downhill” (De ahora en más, es todo cuesta abajo). Sos un amigo –le grité- pues no hubiera podido subir un solo maldito metro más.
Milla 22: el tramo más feo de la carrera. La misma pasa por una zona sin vida, sin gente, sin bares, sin casas, poblada únicamente por camiones vacíos y parados y depósitos ídem. Deprimente realmente. Y como éramos pocos, como dice el dicho, parió mi abuela (o al que no quiere sopa, dos platos). Como si no bastara con mi colitis, me vino dolor en el bazo. Hice lo único que puede hacerse ante tal circunstancia que es hundir el citado órgano con los tres dedos centrales de la mano más cercana y seguir corriendo de esa forma.
En ese instante aparece MOY, a quien me dirijo con un poco de enojo y en un lenguaje que en poco respetaba su jerarquía castrense: “Joder, MOY, yo corriendo enfermo, teniendo que escalar 168 metros ¿y vos te aparecés recién ahora?”.
-Quise reservarme precisamente para el momento donde mis mensajes motivadores fueran más necesarios. Vamos coronel, vamos que Ud. puede, complete la carrera sin caminar un metro y debajo de cuatro horas pese a todo. Recuerde las palabras del gran Pre.
MOY se refiere a Steve Prefontaine, un famosísimo fondista norteamericano fallecido muy joven en forma trágica en los comienzos de la década del 70 en un accidente automovilístico cuando aún tenía todo para dar. Fue uno de los últimos románticos del atletismo. Se negaba a recibir dinero en una época en que ya todos eran hacía rato profesionales. No especulaba con liderazgos según los tramos de la carrera ni usaba estrategias, como hace todo corredor de elite. Para “Pre” –pronúnciese “pri”- como lo llaman sus compatriotas, esto era inmoral. Corría por placer, porque consideraba el correr como una oración y un acto de amor. Por ello, aunque nunca alcanzó medalla olímpica –fue cuarto en la maratón de Munich 1972-, ni fue poseedor de récord mundial ni fue campeón mundial, muchos lo tenemos en lo más alto de nuestro panteón deportivo. Y a “Pre” le pertenece la frase a la que se refería MOY y que dice “Muchos corren para ver quien es el más rápido. Yo corro para ver quien tiene más cojones”. Que aplicaba de maravillas a la odisea que yo estaba pasando, corriendo con colitis y dolor de bazo.
La carrera retorna, en su última milla, a la parte turística y bonita de San Francisco. Me duele todo el cuerpo y me acuerdo de MMF (Monsieur Mon Frêre, lea mis crónicas anteriores para saber de quien se trata) que pasó por algo similar en la maratón de Madrid que corrimos juntos.
Termino en 3.44.50, -lo que significa un promedio de 11,3 kilómetros por hora o 5.20 minutos por kilómetro- me reencuentro con Bárbara, nos fundimos en un fuerte abrazo, charlo con otros corredores, conversamos con una familia alemana de cuya madre de familia Bárbara se había hecho amiga mientras ambas esperaban a sus seres queridos. En el caso de los alemanes eran dos, padre e hijo. Sigue un breve análisis numérico que espero no aburra a mis lectores en general, pero que mis colegas corredores aprecian y siempre solicitan. Salí en la posición 597 de 4021 (15 percentil) en la clasificación general y 505 de 2693 en la de hombres (19 percentil). Mi posición en la categoría (hombres de 45 a 49 años) fue 62 de 333 (19 percentil). Finalmente en al “Age Group” obtuve un 61.2%. El “Age Group” es una puntuación que independiza de la edad y por tanto permite comparar a todos los corredores, con independencia de los años que tengan. 100% equivale a lo que sería récord mundial para ese circuito, ese día, a cada edad. No lo obtiene ni el ganador que “cotizó” un Age Group de 85.6%. Entre 90 y 100 es un corredor de elite a nivel mundial, entre 80 y 90 uno de nivel nacional, entre 70 y 80 uno de nivel estatal y entre 60 y 70 –mi caso- uno destacado a nivel regional.
Mi tiempo fue 53.5% mayor al del ganador (Andrew Cook, de Texas un desconocido de siempre con 2.26.45). Si descontamos los tiempos invertidos para ir al baño, este guarismo se transforma en 51.5%. En Barcelona, donde con 3.20.30 establecí mi PR –mejor tiempo de mi vida-, puse 51.3% más que el ganador. Como se ve, rendimientos muy similares. Esto quiere decir que pese a mi malestar, corrí casi tan bien como en Barcelona. Ud. me dirá que soy un maestro en esto de analizar los números de una manera motivante. Concedo, pero no hay en esto defecto alguno, por el contrario.
Una maratón más ha quedado atrás. Tal vez la más dura, la que más he sufrido. Viene a mi recuerdo una frase de Sam Mussabini, el entrenador de Harold Abrahams que llevara a este atleta a una medalla de oro en los 100 metros de las olimpíadas de París 1924. Una vez, Mussabini presenciaba una carrera de Eric Liddell, como Abrahams británico y también medalla de oro en esa misma olimpíada (pero en 400 metros). Un contrincante, por error o mala fe, empujó a Liddell y lo hizo caer. En una distancia de 800 metros es imposible levantarse, volver a correr, retomar la velocidad y tener chance de algo. Imposible para todos menos para Liddell que lo hizo y ganó la carrera, empujado por una bronca tan enorme como su deseo de superarlo todo. Jadeaba Liddell tirado en el piso luego de su épica victoria cuando se le acercó Mussabini y le dijo: “Young man, this has not been the most elegant race I have ever seen, but certainly, it was the bravest” (Joven, esta no ha sido la carrera más elegante que he presenciado en mi vida, pero sin duda, fue la más valiente).
Con humildad, creo haberme ganado un poco estas palabras hoy.